Panorámica: Propósito y justificación
¡Dios de estos tiempos, bastante
has reinado ya
sobre mi cabeza, en tu sombría
nube!
donde mire, todo es violencia y
angustia,
todo se tambalea y
se desmorona.
HÖLDERLIN, Friedrich, “El espíritu del
siglo”
Para entender
esta concepción de la historia, es necesario repasar, a grandes rasgos
siquiera, el panorama ideológico, epistemológico y ontológico del siglo XIX
alemán. El término modernidad, como concepto acabado, ha sido rechazado por ciertos
filósofos en los últimos años[2],
de modo que especificaremos la idea. El panorama alemán es el de la modernidad
incipiente: la revolución industrial es un proceso que ya se percibe, sin
terminar de entenderlo; la burguesía, en ascenso, está aún a medio siglo de su
consagración; la patria es un imperio medieval, compuesto por varias naciones,
que se tambalea; la Revolución Francesa, que al principio había sido saludada
por los jóvenes intelectuales alemanes, termina despertando el rechazo (en
palabras de Engels, “odio fanático”) de esos mismos filósofos y poetas, ya
maduros; atrás quedaba el siglo de la Ilustración, que dejó profundos efectos
negativos en quienes no pudieron sumarse al entusiasmo enciclopedista. (El Sturm und Drang fue la respuesta a la Aufklärunkg, y en parte el antecedente
del romanticismo.) A este respecto, Tobin Siebers ha señalado: “El racionalismo
hizo que el hombre tuviera que satisfacerse, como un gusano, con agua y tierra,
tras haber vivido durante siglos a la luz de una brillante constelación de
dioses y milagros” (SIEBERS, 1990: 29). Podemos pensar estas ideas (según
Siebers, tomadas de Hegel) como ecos del lamento de Fausto: “No; no me igualo a
los dioses. Harto lo comprendo. Me asemejo al gusano que escarba el polvo, y
mientras busca allí el sustento de su vida, lo aniquila y sepulta el pie del caminante”
(F, 13).
Es una
característica, en esta nueva época sin fe, cierto distanciamiento de la
concepción clásica de la historia, concepción que llamaremos –apoyándonos en
Walter Benjamin– historicista. En su
séptima tesis sobre el concepto de la historia, Benjamin llama «historiador
historicista», en oposición
al historiador materialista, al que «se compenetra» con el vencedor. Así, esta
categoría refiere a una visión acrítica de la Historia como ciencia. En el siglo XIX surge, pues, en
algunos ámbitos cultos (significativamente, no entre los historiadores), una
desconfianza en el relato histórico. El propósito de este trabajo es señalar ciertas
condiciones que posibilitaron la aparición, en la década de 1840, del materialismo
histórico.
Contra el concepto historicista de la historia
Peu de gens devineront combien il a fallu
être triste pour ressusciter Carthague.
FLAUBERT, Gustave, Salammbô
El caso de
Novalis requiere alguna elucidación. Su novela insiste en una idealización del
pasado, de modo que pareciera tratarse de una historia acrítica y no, como
sugerimos antes, de una problematización. Lo que nos interesa del Enrique está en un diálogo sobre estos
temas que tiene lugar en el capítulo sexto. Participan de él Enrique, el viejo
minero y el ermitaño, a quien han encontrado en las profundidades de una
caverna, donde vive en soledad. Este último reflexiona que la historia solo
puede ser alcanzada si se han cumplido algunas condiciones, sobre todo
distancia (temporal). También Benjamin, en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, exigirá distancia para el
materialista histórico (Tesis VII), pero no se refiere al tiempo, sino a una
distancia a la vez crítica y producto del horror (2007: 68). Las conexiones
entre estos textos son, de hecho, varias. Podríamos imponerles una organización
de contrapunto. Leemos en Novalis: “Sólo aquel a quien todo el pasado se le
torna presente consigue descifrar la sencilla ley de la historia” (EO, 149). En ese hacerse presente del pasado podría leerse una suerte de Jetztzeit, el “ahora-tiempo”
benjaminiano, generalmente traducido como «tiempo actual» (Tesis XIV y XVIII). “El
«tiempo actual» (…) resume en una grandiosa abreviación entera de la humanidad”,
explica (2007: 75). Finalmente, dice el viejo minero: “La posteridad buscará
sabiamente (…) cada noticia de lo que ha sucedido en el pasado, y ni la vida de
un solo hombre, por insignificante que fuese, ha de serle indiferente” (EO, 150). Benjamin considera necesaria
esa exhaustividad (Tesis III), pero agrega que “sólo para la humanidad redimida
es citable el pasado en cada uno de sus momentos” (2007: 66)[3].
El ermitaño de
Novalis terminará proponiendo como historiador ideal al poeta, con lo cual nos
acercamos a las ideas de Hayden White, que veremos luego; esto evidencia, por
otro lado, que la problematización de la noción historicista está limitada a su
contexto teórico. Pero lejos están los personajes de Novalis de la fe en la
«ciencia» histórica que dominó gran parte de su siglo.
El caso del Fausto es muy distinto: el doctor mira
al pasado con desencanto, desengañado del relato histórico. No por casualidad el
siglo XX ha visto en el personaje de Goethe al arquetipo sapiencial del hombre
moderno.
En las primeras
páginas de la obra, el ingenuo aprendiz Wagner exclama que es un “vivo deleite
transportarse al espíritu de los tiempos para ver cómo pensó algún sabio antes
que nosotros”. Hasta aquí, la relación con el pasado es la tradicional. A esto,
su maestro responde: “Lo que llamáis espíritu de los tiempos no es en el fondo
otra cosa que el espíritu particular de esos señores en quienes los tiempos se
reflejan” (F, 12). El hombre no puede
conocer el pasado más que a través del espíritu refractario de los
observadores. (M. H. Abrams cambiaría quizás la metáfora del espejo por la de
la lámpara.) En la misma página, Fausto concluye: “el pasado es para nosotros
un libro de siete sellos”.
Pero no solo esto. Fausto ve el pasado con horror: “todo
ello resulta muchas veces una miseria tal que uno se os aparta con asco al
primer golpe de vista” (F, 11). Debemos diferenciar aquí entre el horror
asqueado de Fausto y el horror conmovido del ángel de la historia benjaminiano. Menos cínico, el
ángel mira el pasado y:
En
lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una
catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina (…). El ángel
quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero
una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte
que el ángel no puede plegarlas (BENJAMIN
2007: 70).
Una diferencia dramáticamente enriquecedora es que
Fausto no termina de compadecerse, y a partir del
acto cuarto de la segunda parte se producirá
en él un cambio fundamental: resolverá dominar la naturaleza y modificarla,
surcarla con canales artificiales, construir nuevos puertos y ciudades nuevas. Fausto
no es el ángel de la historia, es el viento huracanado que lo arrastra hacia el
futuro; es, en una palabra, el progreso.
“En el principio era la Acción”
Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres
de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los
grandes bloques de piedra?
BRECHT, Bertolt, “Preguntas de un obrero que lee”
Marshall Berman (1988:
28 y ss.) ha señalado que Mefistófeles es el lado oscuro de la Creación: “Soy
el espíritu que todo lo niega y con razón, pues todo cuanto tiene principio
merece ser aniquilado” (F, 23). Observa
Berman: “Sólo si Fausto opera con y mediante estos poderes de destrucción podrá
crear algo en este mundo” (1988: 39). Así explica Berman el mecanismo de la
historia revelado por Mefistófeles: todo lo que se ha creado supuso una fase de
catástrofe, y quien desee hacer grandes obras debe estar dispuesto a destruir
también a gran escala: dialéctica histórica[4] de
la destrucción[5] y la creación[6].
Hacia el final, Fausto
–que ha perseguido su fugitivo deseo en vano durante toda la obra– ve con
claridad su anhelo y, descartando toda especulación metafísica, comienza a
plantear programas de acción concreta.
En el Enrique,
la naturaleza aparece en la figura del minero, que se entrega a su oficio para
mejor conectarse con ella y conocerla. Busca oro por el placer de encontrarlo,
no por su valor como mercancía. En medio de esta visión ahistórica del trabajo
y su relación con el capital, el minero reflexiona:
La
naturaleza no ha querido ser solamente para un hombre determinado. Cuando uno se apropia de ella se convierte en
veneno que no tolera el reposo de su
poseedor, y de esta suerte nacen infinitas tribulaciones que son causa de los instintos más salvajes[7] (EO, 137; las cursivas son nuestras).
Esta precisamente es la desmesura (hýbris) de Fausto. Él y –muy en menor grado– Mefistófeles ponen en marcha
grandes proyectos colectivos con la ayuda del emperador, que les ha otorgado
poder ilimitado para explotar a los trabajadores que necesiten. Friedrich
Engels ha señalado prácticas similares en la historia alemana de la época de
Goethe. Anota que los príncipes permitían a sus funcionarios de gobierno “toda
violencia despótica”, e incluso “pisotear al desdichado pueblo, bajo la única
condición de que llenaran el tesoro de su señor” (ENGELS,
2003: 146). El doctor Fausto se ha convertido en el impulsor del progreso, un
adalid del desarrollo capitalista más atroz. “Para dar cima a la más grande
obra, un solo ingenio basta a mil manos”, exclama (F, 182). De aquí podrían surgir las preguntas del obrero de Brecht;
de aquí, las palabras de Walter Benjamin, que contemplaba el «patrimonio
cultural» y reflexionaba:
Tal
patrimonio debe su origen no sólo a la fatiga de los grandes genios que lo han
creado, sino también a la esclavitud sin nombre de sus contemporáneos. No
existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie (BENJAMIN, 2007: 69).
Después del materialismo histórico
El menoscabo decimonónico de la concepción
historicista puede entenderse como un pasaje de la noción de ciencia a la de relato. Roland Barthes ha analizado a nivel discursivo ese relato y
ha destacado la importancia del efecto de objetividad, que no es sino la
carencia de signos del enunciante. La objetividad colabora con lo que llama «ilusión referencial»; con ella, el historiador simula dejar que el
referente “hable por sí solo”. Luego observa:
Esto
no es una ilusión propia del discurso histórico: ¡cuántos novelistas –de la
época realista– imaginan ser «objetivos» solo porque suprimen los signos del yo en el discurso! La lingüística y el
psicoanálisis conjugados nos han hecho hoy día mucho más lúcidos respecto a una
enunciación privativa: sabemos que también las carencias de signos son
significantes (BARTHES,
1988: 168).
Una base similar es el punto de partida de las
teorías de Hayden White, para quien la Historia es una serie de procedimientos
poéticos destinada a que el lector establezca un enlace emotivo –siempre
ideológico– con el pasado:
Novelists
might be dealing with imaginary events whereas historians are dealing with real
ones, but the process of fusing events, whether imaginary or real, into a
comprehensible totality capable of serving as the object of representation is a
poetic process (WHITE, 1986: 125).
La historia es
un relato, un texto, y como tal, susceptible a todos los escrutinios que el
alcance de la crítica permita. Naturalmente, las teorías aquí planteadas serían
impensables en el siglo XIX; ellas suponen pensadores previos que han superado
obstáculos epistemológicos y que han abierto el objeto de estudio a nuevas
preguntas. Barthes menciona, en el párrafo citado, a “la lingüística y el
psicoanálisis”. Lo que vemos en Fausto
y Enrique de Ofterdingen es otra
cosa, pero ni más ni menos que el germen de estas ideas.
Bibliografía
BARTHES,
Roland. “El discurso de la historia”, en El
susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 1988.
BENJAMIN,
Walter. Conceptos de la filosofía de la
historia. La Plata: Terramar, 2007.
BERMAN,
Marshall. “El Fausto de Goethe: la tragedia del desarrollo”, en Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Madrid: Siglo XXI, 1988.
ENGELS,
Friedrich. “Alemania en la época de Goethe y Schiller”, en ENGELS,
Friedrich y MARX, Karl, Escritos sobre literatura. Buenos Aires:
Colihue, 2003.
GOETHE,
Johann Wolfgang. Fausto y Werther.
México, DF: Porrúa, 1992.
NOVALIS.
Enrique de Ofterdingen. Barcelona:
RBA, 1994
RANCIÈRE,
Jacques. El reparto de lo sensible.
Santiago: LOM, 2009.
WHITE, Hayden. Tropics of discourse.
Essays in cultural criticism. Baltimore: John Hopkins Univ. Press,
1986.
[1] Fausto es citado en la edición de México, DF: Porrúa, 1992. Enrique de Ofterdingen, en la de Barcelona:
RBA, 1994. Las citas irán indicadas con las siglas F y EO respectivamente,
seguido del número de página.
[2]
“[L]a modernidad, principio hoy en día de todas las
mezcolanzas que juntan a Hölderlin o Cézanne, Mallarmé, Malevitch o Duchamp en
el gran torbellino donde se mezclan la ciencia cartesiana y el parricida
revolucionario, la era de las masas y el irracionalismo romántico, lo prohibido
de la representación y las técnicas de reproducción mecanizada, lo sublime
kantiano y la escena primitiva freudiana, la fuga de los dioses y el exterminio
de los judíos de Europa” (RANCIÈRE, 2009:
8).
[3] Puede ser que este vaivén sea un
juego, sí, pero está ilustrando una idea que influenció a todo el movimiento
romántico, y particularmente al alemán: la libertad interpretativa del lector,
consecuencia de la Reforma luterana, y base para toda la crítica actual. Uno de
los fragmentos de Novalis reza: “El lector distribuye el énfasis como quiere;
hace lo que se le antoja de un libro” (citado en Borges en Revista Multicolor, Atlántida, 1995, página 202,
traducido por Borges).
[4] Se da un curioso efecto al
releer con estas ideas en mente el parlamento del Espíritu de la Tierra: “En el
oleaje de la vida, en el torbellino de la acción, ondulo subiendo y bajando, me
agito de un lado a otro. Nacimiento y muerte, un océano sin fin, una actividad
cambiante, una vida febril: así trabajo yo en el zumbador telar del Tiempo
tejiendo el viviente ropaje de la Divinidad” (F, 11).
[6] Margarita y su familia son
términos negados de una tríada cuya síntesis es el desarrollo personal de
Fausto.
[7] Sigue la cita: “Por eso la
naturaleza va sepultando el fondo de ese dominio personal hasta engullirlo en
el abismo”. Después de leer la muerte de Fausto, estas palabras adquieren un
nuevo sentido.
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