miércoles, enero 27, 2016

Resucitar Cartago: Una lectura benjaminiana de Fausto y Enrique de Ofterdingen




Panorámica: Propósito y justificación 

¡Dios de estos tiempos, bastante has reinado ya
sobre mi cabeza, en tu sombría nube!
donde mire, todo es violencia y angustia,
todo se tambalea y se desmorona.
HÖLDERLIN, Friedrich, “El espíritu del siglo”



 
Distintas son, pero ambas problemáticas, las concepciones del pasado, y más precisamente de la historia, que aparecen en las obras de Goethe y de Novalis[1]. En Enrique de Ofterdingen (1802) se idealiza románticamente un pasado de leyenda, mientras que en Fausto (1808 – 1832) todo el pasado es percibido con pesimismo: “Es un cesto de basura, un cuarto de trastos viejos, y a lo sumo un mal dramón histórico con excelentes máximas pragmáticas” (F, 12). Sin embargo, estas visiones aparentemente antagónicas coinciden en un discurso que por momentos tiende al relativismo, a la duda. La verdad sobre la historia humana es altamente codiciada porque es también profundamente desconocida. En ellos está ya la sensación de que la historia que conocemos es un relato parcial, obra de los hombres y sus pasiones.
Para entender esta concepción de la historia, es necesario repasar, a grandes rasgos siquiera, el panorama ideológico, epistemológico y ontológico del siglo XIX alemán. El término modernidad, como concepto acabado, ha sido rechazado por ciertos filósofos en los últimos años[2], de modo que especificaremos la idea. El panorama alemán es el de la modernidad incipiente: la revolución industrial es un proceso que ya se percibe, sin terminar de entenderlo; la burguesía, en ascenso, está aún a medio siglo de su consagración; la patria es un imperio medieval, compuesto por varias naciones, que se tambalea; la Revolución Francesa, que al principio había sido saludada por los jóvenes intelectuales alemanes, termina despertando el rechazo (en palabras de Engels, “odio fanático”) de esos mismos filósofos y poetas, ya maduros; atrás quedaba el siglo de la Ilustración, que dejó profundos efectos negativos en quienes no pudieron sumarse al entusiasmo enciclopedista. (El Sturm und Drang fue la respuesta a la Aufklärunkg, y en parte el antecedente del romanticismo.) A este respecto, Tobin Siebers ha señalado: “El racionalismo hizo que el hombre tuviera que satisfacerse, como un gusano, con agua y tierra, tras haber vivido durante siglos a la luz de una brillante constelación de dioses y milagros” (SIEBERS, 1990: 29). Podemos pensar estas ideas (según Siebers, tomadas de Hegel) como ecos del lamento de Fausto: “No; no me igualo a los dioses. Harto lo comprendo. Me asemejo al gusano que escarba el polvo, y mientras busca allí el sustento de su vida, lo aniquila y sepulta el pie del caminante” (F, 13).
Es una característica, en esta nueva época sin fe, cierto distanciamiento de la concepción clásica de la historia, concepción que llamaremos –apoyándonos en Walter Benjamin– historicista. En su séptima tesis sobre el concepto de la historia, Benjamin llama «historiador historicista», en oposición al historiador materialista, al que «se compenetra» con el vencedor. Así, esta categoría refiere a una visión acrítica de la Historia como ciencia. En el siglo XIX surge, pues, en algunos ámbitos cultos (significativamente, no entre los historiadores), una desconfianza en el relato histórico. El propósito de este trabajo es señalar ciertas condiciones que posibilitaron la aparición, en la década de 1840, del materialismo histórico.


Contra el concepto historicista de la historia



Peu de gens devineront combien il a fallu
être triste pour ressusciter Carthague.
FLAUBERT, Gustave, Salammbô





El caso de Novalis requiere alguna elucidación. Su novela insiste en una idealización del pasado, de modo que pareciera tratarse de una historia acrítica y no, como sugerimos antes, de una problematización. Lo que nos interesa del Enrique está en un diálogo sobre estos temas que tiene lugar en el capítulo sexto. Participan de él Enrique, el viejo minero y el ermitaño, a quien han encontrado en las profundidades de una caverna, donde vive en soledad. Este último reflexiona que la historia solo puede ser alcanzada si se han cumplido algunas condiciones, sobre todo distancia (temporal). También Benjamin, en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, exigirá distancia para el materialista histórico (Tesis VII), pero no se refiere al tiempo, sino a una distancia a la vez crítica y producto del horror (2007: 68). Las conexiones entre estos textos son, de hecho, varias. Podríamos imponerles una organización de contrapunto. Leemos en Novalis: “Sólo aquel a quien todo el pasado se le torna presente consigue descifrar la sencilla ley de la historia” (EO, 149). En ese hacerse presente del pasado podría leerse una suerte de Jetztzeit, el “ahora-tiempo” benjaminiano, generalmente traducido como «tiempo actual» (Tesis XIV y XVIII). “El «tiempo actual» (…) resume en una grandiosa abreviación entera de la humanidad”, explica (2007: 75). Finalmente, dice el viejo minero: “La posteridad buscará sabiamente (…) cada noticia de lo que ha sucedido en el pasado, y ni la vida de un solo hombre, por insignificante que fuese, ha de serle indiferente” (EO, 150). Benjamin considera necesaria esa exhaustividad (Tesis III), pero agrega que “sólo para la humanidad redimida es citable el pasado en cada uno de sus momentos” (2007: 66)[3].
El ermitaño de Novalis terminará proponiendo como historiador ideal al poeta, con lo cual nos acercamos a las ideas de Hayden White, que veremos luego; esto evidencia, por otro lado, que la problematización de la noción historicista está limitada a su contexto teórico. Pero lejos están los personajes de Novalis de la fe en la «ciencia» histórica que dominó gran parte de su siglo.
El caso del Fausto es muy distinto: el doctor mira al pasado con desencanto, desengañado del relato histórico. No por casualidad el siglo XX ha visto en el personaje de Goethe al arquetipo sapiencial del hombre moderno.
En las primeras páginas de la obra, el ingenuo aprendiz Wagner exclama que es un “vivo deleite transportarse al espíritu de los tiempos para ver cómo pensó algún sabio antes que nosotros”. Hasta aquí, la relación con el pasado es la tradicional. A esto, su maestro responde: “Lo que llamáis espíritu de los tiempos no es en el fondo otra cosa que el espíritu particular de esos señores en quienes los tiempos se reflejan” (F, 12). El hombre no puede conocer el pasado más que a través del espíritu refractario de los observadores. (M. H. Abrams cambiaría quizás la metáfora del espejo por la de la lámpara.) En la misma página, Fausto concluye: “el pasado es para nosotros un libro de siete sellos”.
Pero no solo esto. Fausto ve el pasado con horror: “todo ello resulta muchas veces una miseria tal que uno se os aparta con asco al primer golpe de vista” (F, 11). Debemos diferenciar aquí entre el horror asqueado de Fausto y el horror conmovido del ángel de la historia benjaminiano. Menos cínico, el ángel mira el pasado y:
En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina (…). El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas (BENJAMIN 2007: 70).
Una diferencia dramáticamente enriquecedora es que Fausto no termina de compadecerse, y a partir del acto cuarto de la segunda parte se producirá en él un cambio fundamental: resolverá dominar la naturaleza y modificarla, surcarla con canales artificiales, construir nuevos puertos y ciudades nuevas. Fausto no es el ángel de la historia, es el viento huracanado que lo arrastra hacia el futuro; es, en una palabra, el progreso.



“En el principio era la Acción”


Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?
BRECHT, Bertolt, “Preguntas de un obrero que lee”



Marshall Berman (1988: 28 y ss.) ha señalado que Mefistófeles es el lado oscuro de la Creación: “Soy el espíritu que todo lo niega y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado” (F, 23). Observa Berman: “Sólo si Fausto opera con y mediante estos poderes de destrucción podrá crear algo en este mundo” (1988: 39). Así explica Berman el mecanismo de la historia revelado por Mefistófeles: todo lo que se ha creado supuso una fase de catástrofe, y quien desee hacer grandes obras debe estar dispuesto a destruir también a gran escala: dialéctica histórica[4] de la destrucción[5] y la creación[6].
Hacia el final, Fausto –que ha perseguido su fugitivo deseo en vano durante toda la obra– ve con claridad su anhelo y, descartando toda especulación metafísica, comienza a plantear programas de acción concreta.
En el Enrique, la naturaleza aparece en la figura del minero, que se entrega a su oficio para mejor conectarse con ella y conocerla. Busca oro por el placer de encontrarlo, no por su valor como mercancía. En medio de esta visión ahistórica del trabajo y su relación con el capital, el minero reflexiona:
La naturaleza no ha querido ser solamente para un hombre determinado. Cuando uno se apropia de ella se convierte en veneno que no tolera el reposo de su poseedor, y de esta suerte nacen infinitas tribulaciones que son causa de los instintos más salvajes[7] (EO, 137; las cursivas son nuestras).
Esta precisamente es la desmesura (hýbris) de Fausto. Él y –muy en menor grado– Mefistófeles ponen en marcha grandes proyectos colectivos con la ayuda del emperador, que les ha otorgado poder ilimitado para explotar a los trabajadores que necesiten. Friedrich Engels ha señalado prácticas similares en la historia alemana de la época de Goethe. Anota que los príncipes permitían a sus funcionarios de gobierno “toda violencia despótica”, e incluso “pisotear al desdichado pueblo, bajo la única condición de que llenaran el tesoro de su señor” (ENGELS, 2003: 146). El doctor Fausto se ha convertido en el impulsor del progreso, un adalid del desarrollo capitalista más atroz. “Para dar cima a la más grande obra, un solo ingenio basta a mil manos”, exclama (F, 182). De aquí podrían surgir las preguntas del obrero de Brecht; de aquí, las palabras de Walter Benjamin, que contemplaba el «patrimonio cultural» y reflexionaba:
Tal patrimonio debe su origen no sólo a la fatiga de los grandes genios que lo han creado, sino también a la esclavitud sin nombre de sus contemporáneos. No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie (BENJAMIN, 2007: 69).


Después del materialismo histórico

El menoscabo decimonónico de la concepción historicista puede entenderse como un pasaje de la noción de ciencia a la de relato. Roland Barthes ha analizado a nivel discursivo ese relato y ha destacado la importancia del efecto de objetividad, que no es sino la carencia de signos del enunciante. La objetividad colabora con lo que llama «ilusión referencial»; con ella, el historiador simula dejar que el referente “hable por sí solo”. Luego observa:
Esto no es una ilusión propia del discurso histórico: ¡cuántos novelistas –de la época realista– imaginan ser «objetivos» solo porque suprimen los signos del yo en el discurso! La lingüística y el psicoanálisis conjugados nos han hecho hoy día mucho más lúcidos respecto a una enunciación privativa: sabemos que también las carencias de signos son significantes (BARTHES, 1988: 168).
Una base similar es el punto de partida de las teorías de Hayden White, para quien la Historia es una serie de procedimientos poéticos destinada a que el lector establezca un enlace emotivo –siempre ideológico– con el pasado:
Novelists might be dealing with imaginary events whereas historians are dealing with real ones, but the process of fusing events, whether imaginary or real, into a comprehensible totality capable of serving as the object of representation is a poetic process (WHITE, 1986: 125).
La historia es un relato, un texto, y como tal, susceptible a todos los escrutinios que el alcance de la crítica permita. Naturalmente, las teorías aquí planteadas serían impensables en el siglo XIX; ellas suponen pensadores previos que han superado obstáculos epistemológicos y que han abierto el objeto de estudio a nuevas preguntas. Barthes menciona, en el párrafo citado, a “la lingüística y el psicoanálisis”. Lo que vemos en Fausto y Enrique de Ofterdingen es otra cosa, pero ni más ni menos que el germen de estas ideas.


Bibliografía

BARTHES, Roland. “El discurso de la historia”, en El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 1988.
BENJAMIN, Walter. Conceptos de la filosofía de la historia. La Plata: Terramar, 2007.
BERMAN, Marshall. “El Fausto de Goethe: la tragedia del desarrollo”, en Todo lo sólido se desvanece en el aire. Madrid: Siglo XXI, 1988.
ENGELS, Friedrich. “Alemania en la época de Goethe y Schiller”, en ENGELS, Friedrich y MARX, Karl, Escritos sobre literatura. Buenos Aires: Colihue, 2003.
GOETHE, Johann Wolfgang. Fausto y Werther. México, DF: Porrúa, 1992.
NOVALIS. Enrique de Ofterdingen. Barcelona: RBA, 1994
RANCIÈRE, Jacques. El reparto de lo sensible. Santiago: LOM, 2009.
WHITE, Hayden. Tropics of discourse. Essays in cultural criticism. Baltimore: John Hopkins Univ. Press, 1986.


[1] Fausto es citado en la edición de México, DF: Porrúa, 1992. Enrique de Ofterdingen, en la de Barcelona: RBA, 1994. Las citas irán indicadas con las siglas F y EO respectivamente, seguido del número de página.
[2] “[L]a modernidad, principio hoy en día de todas las mezcolanzas que juntan a Hölderlin o Cézanne, Mallarmé, Malevitch o Duchamp en el gran torbellino donde se mezclan la ciencia cartesiana y el parricida revolucionario, la era de las masas y el irracionalismo romántico, lo prohibido de la representación y las técnicas de reproducción mecanizada, lo sublime kantiano y la escena primitiva freudiana, la fuga de los dioses y el exterminio de los judíos de Europa” (RANCIÈRE, 2009: 8).
[3] Puede ser que este vaivén sea un juego, sí, pero está ilustrando una idea que influenció a todo el movimiento romántico, y particularmente al alemán: la libertad interpretativa del lector, consecuencia de la Reforma luterana, y base para toda la crítica actual. Uno de los fragmentos de Novalis reza: “El lector distribuye el énfasis como quiere; hace lo que se le antoja de un libro” (citado en Borges en Revista Multicolor, Atlántida, 1995, página 202, traducido por Borges).
[4] Se da un curioso efecto al releer con estas ideas en mente el parlamento del Espíritu de la Tierra: “En el oleaje de la vida, en el torbellino de la acción, ondulo subiendo y bajando, me agito de un lado a otro. Nacimiento y muerte, un océano sin fin, una actividad cambiante, una vida febril: así trabajo yo en el zumbador telar del Tiempo tejiendo el viviente ropaje de la Divinidad” (F, 11).
[5] Génesis, 6, 7.
[6] Margarita y su familia son términos negados de una tríada cuya síntesis es el desarrollo personal de Fausto.
[7] Sigue la cita: “Por eso la naturaleza va sepultando el fondo de ese dominio personal hasta engullirlo en el abismo”. Después de leer la muerte de Fausto, estas palabras adquieren un nuevo sentido.

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