martes, octubre 15, 2013

Un fenómeno proteico


Sobre cuatro poemas de Jorge Luis Borges












Justificación                                                                           
Nos proponemos el análisis de un fenómeno en la obra poética de Jorge Luis Borges, utilizando para ello las perspectivas desarrolladas por Susana Reisz de Rivarola, ampliadas con algunos conceptos de Umberto Eco. Para comenzar, demos cuenta del fenómeno aludido. Analizaremos dos casos de reescritura: la versión primera, y su corrección o reformulación, de dos poemas.
No queriendo pecar de ingenuos, nos apuramos a decir que hay varios casos de reescritura en la obra de Borges. Para limitarnos a sus libros de versos, podemos ejemplificar con una línea del prólogo a La moneda de hierro (1976), donde él mismo señala el caso: «Puedo permitirme algunos caprichos (…) Puedo reescribir y acaso malear un soneto sobre Spinoza». No elegimos, sin embargo, esos poemas, porque entre ellos no se dan las relaciones que nos ocupan, porque entre ambas versiones transcurrieron pocos años. Tal vez no pocos, sino poco significativos en el desarrollo estilístico del autor. Ese lapso (1967-1976) se da luego de que Borges encontrara su voz, su estilo, su idioma (para utilizar una palabra de la época en que Borges, aún, buscaba sin encontrar).
El primer caso que elegimos es la reescritura del poema “Límites”. La primera versión aparece en El hacedor (1960). Está en verso libre y bajo nombre supuesto. El libro concluye con un “Museo”, donde el autor simula hacer públicos ciertos hallazgos literarios y rescatar autores injustamente olvidados. El poema está adjudicado al libro «Inscripciones, de Julio Platero Haedo (Montevideo, 1923)». Libro, autor, ciudad y fechas son falsos[1]. (Hemos encontrado, documentándonos, gente que creía en la veracidad de todos esos datos; otros, que sabían que los versos eran de Borges, creían que efectivamente correspondían a 1923.)
La segunda versión, que alcanza y éste no quiere ser un juicio ocioso, sino un pilar de la tesis que exponemos su forma perfecta, fue publicada en La Nación en marzo de 1958. Luego, fue recogida en el libro El otro, el mismo (1967). Los versos han sido rigurosamente pulidos; su forma es el endecasílabo, la cuarteta rimada, el serventesio. En esta versión, corregida y aumentada, la idea llega a desarrollarse por completo, sin ripios ni énfasis innecesarios.
Antes hemos dicho que el lapso 1967-1976 fue menos significativo que el lapso 1960-1967. ¿Podremos defender el aparente desatino? Primeramente, deberíamos poner en duda algunas fechas. La primera versión de “Límites”, calculamos, ha de ser anterior a 1960. No sólo porque los textos literarios suelen ser escritos y publicados en distintos años, sino por ciertos indicios del autor. En el epílogo del Hacedor, Borges reconoce haber incluido “piezas pretéritas”, que no había intentado corregir porque habían sido escritas “con otro concepto de la literatura”. Si examinamos el volumen, encontraremos una casi totalidad de metros clásicos (el endecasílabo está en casi todas las páginas), a excepción del “Museo”, donde sus piezas son todas en verso libre. No queremos decir que esta variante sea lo que indiscutiblemente se llama “otro concepto de la literatura”, pero estamos a la espera de una magia y no podemos desoír estas voces. La primera versión del poema “Límites” no es, como creímos, de 1960, sino de un tiempo muy anterior, en el que Borges aún no escribía como Borges.
Tengamos en cuenta que, al publicar Borges la primera versión de “Límites”, en 1960, la segunda versión llevaba dos años de publicada en La Nación. Y es que 1960 es el año de aparición de ese poema, no de creación. Fue, de hecho, creado mucho tiempo antes (“con otro concepto de la literatura”).
Hasta aquí, el primer par.
El segundo cuenta con una curiosidad biográfica: se trata del primer poema de Borges y de su reescritura. En 1919, en Sevilla, Borges ve publicado su primer poema en la revista Grecia. Llamábase “Himno del mar” y había sido escrito a la manera de Walt Whitman. Borges lo citará en su muy posterior Autobiographical Essay (1970), riéndose con malicia de sus primeros pasos por la poesía.
La reescritura de ese poema tempranero fue en 1967. El resultado es el poema “El mar”, publicado ese año en El otro, el mismo. Un hombre puede escribir dos poemas distintos sobre el mar, sobre todo si entre uno y otro pasó casi medio siglo. Pero leemos, en la página 1167 del libro Borges (2006) de Bioy Casares, en la entrada correspondiente al 29 de enero de 1967:
En La Nación aparece un soneto de Borges, al mar. Hará cosa de un mes, caminando por la calle Charcas, de Maipú a Esmeralda, me dijo: «Hoy escribí, como ejercicio, un poema sobre el mar. Me divertiría compararlo con otro, también sobre el mar, que fue el primer poema que escribí en mi vida». BIOY: «¿Cuándo lo escribiste?». BORGES: «En 1919, cuando estábamos en Sevilla». Le pregunté si tenía aquel primer poema. Dijo que no.
Haremos, pues, lo que Borges no pudo: cotejar ambas composiciones.
Análisis
La primera distinción que debemos hacer es fundamental, ya que es la base de las ideas de Reisz de Rivarola. La autora divide el acto poético en dos situaciones: una, interna al texto, con locutor y destinatario; y otra, externa, con el autor como locutor y los eventuales lectores como destinatarios. La coincidencia o la contradicción entre ambas situaciones determinan la pertenencia del texto a la ficción o a la no-ficción.
Para que las teorías de Reisz de Rivarola se puedan aplicar, para llevar a cabo un análisis profundo, es necesario un lector competente. Nos acercamos con esto a las ideas desarrolladas por Umberto Eco en el capítulo tercero de Lector in Fabula. Para Eco, el acto literario es un acto comunicativo, en el que el lector debe interpretar el texto, actualizarlo. Es decir que el papel del lector como destinatario es esencial. Eco declara que todo texto literario es un mecanismo perezoso, que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él. El emisor debe encargarse de que su texto pueda ser actualizado. Es el autor quien decide cuán perezoso es su texto (el autor debe organizar “una estrategia textual capaz de dar contenido a las expresiones que utiliza”). El autor prevé en la confección del texto al Lector Modelo, y el texto ayuda a construir la competencia del lector.
La comunicación, pues, nace de la colaboración entre ambas partes. Reisz de Rivarola toma el concepto de la “competencia del lector”, y también lo relaciona con el procedimiento del autor. Para ella, cuando una lectura competente no puede más que identificar un tópico global, no tiene sentido plantearse si un texto es ficcional o autobiográfico. Cuando las frases de un texto poético no pueden construir una zona de referencia, se limitan a autodesignarse. Son los casos de falta de coherencia. El esfuerzo interpretativo del lector es, entonces, un “acto de invención” en el que constituye una macroestructura semántica, adjudicando coherencias locales o globales. Eco agregaría: en estos casos, estamos ante un texto “abierto”, en el que el autor saca partido de la no correlación de la competencia del destinatario.
Borges, afortunadamente, nos ofrece aun desde su primer poema al menos un tópico identificable.

Límites 1960
Detengámonos en los versos:
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) 
hay alguno que ya nunca abriré. 
Esta precisión (“estoy viéndolos”) es el tipo de procedimientos con los que comienza a ficcionarse un hablante poético. Nos resta saber si la situación interna de enunciación coincidió con la externa de escritura. En otras palabras, si el autor estaba, mientras escribía, contemplando sus libros. Podríamos exigir simultaneidad, pero acaso baste que la escritura se haya producido entre intervalos de actos contemplativos. No podemos corroborar o negar fehacientemente esa coincidencia; debemos, como lectores, suspender el juicio respecto del carácter autobiográfico del texto. Sin embargo, en este caso, siendo Borges el autor, podría ayudarnos un dato elemental: si el poema fue escrito antes de 1955, año en que perdió famosamente la vista. En tal caso, el texto poético sería ficcional. No podemos, sin embargo, conocer ese dato, y sobre esa falta basamos nuestro interés por el fenómeno del que versan estas páginas.
El poema concluye con los versos:
Este verano cumpliré cincuenta años; 
la muerte me desgasta, incesante.
Aquí hallamos otra clave. Ante una lectura superficial, para que el texto responda a hechos autobiográficos, el poema debería haber sido escrito en 1949 (año en que Borges cumple los cincuenta años). Pero hay que reparar en una palabra que pasa de largo al lector desprevenido: verano. “Este verano”, dice Borges, o más precisamente, el hablante poético ficcional, ya que el autor nació un 24 de agosto, en pleno invierno.
Con estos detalles analizados, la ficcionalización última la referencia a un autor y a un libro apócrifos es superflua. El autor ya se ha deslindado de esos versos. No es Borges quien habla en ellos.
Límites 1967
 La primera estrofa que nos lleva al sistema de Reisz de Rivarola es:
Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,            
alguno habrá que no leeremos nunca.

El verso inicial nos dice que anochece. Antes de examinarlo, pasemos a la última estrofa:
Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.
Aquí se dibuja un amanecer. Para que las dos situaciones ya mencionadas coincidan, para afirmar que quien habla en el texto es su autor, y no un “yo poético”, el poema debió haber sido escrito a lo largo de una madrugada. En la medida en que no podemos saber si fue así, debemos abandonar el texto entre la ficción y la no-ficción.
Por cierto, este juego de plantear un periplo que va del ocaso al alba propone una referencia a las Rubaiyat, que hacen lo opuesto: abren con el alba y concluyen con el anochecer. Ésta sería la segunda referencia a ese texto, ya que en la octava estrofa se alude al “persa” que habló “en su lengua de aves y de rosas”. El persa es Omar Khayyam, autor aunque no hablante de las Rubaiyat, que Borges solía recordar en la versión inglesa de Edward FitzGerald. Umberto Eco afirma que el lector debe colaborar moviéndose interpretativamente, igual que el autor se ha movido generativamente.
Rescatamos, antes de dejar el poema, una idea del libro Teoría del poema: La enunciación lírica. En él, Jesús G. Maestro señala la sexta estrofa:
Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;

Maestro denuncia aquí un cambio, un desdoblamiento textual del “yo autoral”, entre el sujeto de la enunciación (yo) y el destinatario (tú=“Borges”). Luego agrega: «El límite de esta relación de semejanza es la identidad de los interlocutores del dialogismo, que resulta postulada por la autonomización final, como apelación retórica del sujeto lírico al autor real».
Himno del mar
De los once versos que lo componen, tomemos los siguientes:
Sé que somos muy viejos.
Que ambos nos conocemos desde siglos.
Cabe preguntarse por la ficcionalidad en estos versos. Borges los escribe con casi veinte años; es decir que no sólo no ha vivido siglos, sino que ni siquiera es lo que humanamente se dice muy viejo. ¿Está exagerando su edad, para describir una suerte de “vejez sentimental”? ¿O está proponiendo un hablante ficcional que efectivamente ha vivido siglos? En cierta página de su ensayo, Reisz de Rivarola juzga ficcional un poema de César Vallejo porque dice estar descendiendo de un caballo. La autora declara que nadie puede escribir un poema mientras desciende de un caballo. ¿Y si ese apearse fuera metafórico? Repuesta: Quedaría, entonces, en la competencia del lector el descifrarlo.
El análisis que encaramos, bajo el influjo de Reisz de Rivarola, tiene una particularidad: no es la búsqueda de una verdad oculta, sino que es un sistema de categorías cambiantes. Por ejemplo, si leemos el “Poema de los dones” sin ningún conocimiento previo sobre la biografía de Borges, no podríamos determinar si se trata de un texto de carácter autobiográfico o no. (Desde luego, aquí volvemos sobre la idea del “la competencia del lector”.) Si, minutos después, nos anoticiaran de la ceguera del autor, comprenderíamos que se trata de un poema no-ficcional. El ejemplo acaso sea evidente, pero ¿qué ocurre si nos enteramos de detalles menos públicos? En cierto poema, Vallejo habla de una tarde lluviosa en Lima. Reisz de Rivarola no puede comprobar si esas circunstancias fueron la situación real en que Vallejo lo escribió. ¿Y si nos enteráramos en los diarios del escritor, publicados imaginemos luego del estudio de Reisz de Rivarola, de que eso realmente ocurrió? Entonces, la clasificación cambiaría.
Con estas ideas en mente, leemos:
…ambos con una sed intensa de estrellas;
Para creer que el hablante es Borges, debemos averiguar si el autor escribimos con una sonrisa sentía “una sed intensa de estrellas”. El primer instinto es abandonar el poema a esa “tierra de nadie” entre lo ficcional y lo no-ficcional. Pero la lectura de una jocosa página de Borges (Autobiographical Essay, 1970) nos depara una revelación inesperada. Al recordar este joven poema, el poeta comenta desde la vejez: «Hoy me cuesta pensar en el mar, o en mí mismo, con una sed infinita de estrellas». El autor se ríe del desatino y admite jamás haberlo sentido, haber falseado un sentimiento. En una palabra, en haber ficcionalizado.
El mar
Un texto como éste nos ayuda para dar un ejemplo de la clase de poemas que quedan fuera del método aquí aplicado. Debemos también dar cuenta de los textos que no toleran este análisis, sobre todo si nos dan pie a explicar por qué. Reisz de Rivarola contempla principalmente poemas escritos en primera persona, convenientemente narrativos, y que, en lo posible, digan o parezcan decir algo de la vida del autor. ¿Qué análisis puede hacerse de un haikú del siglo VIII desde estas perspectivas? “El mar” sólo nos ofrece una proposición analizable, que veremos luego. Pero con el resto, con el poema en general, sucede algo que Rivarola despacha en una línea: «Se puede presuponer», dice, que un poema es directo discurso del poeta «en todos los casos en que el texto contenga enunciados de carácter general o bien sea expresión de pensamientos o sentimientos no ligados a una determinada coyuntura vital».
Volvemos al análisis. El soneto evita durante doce versos la primera persona. El dístico final reza:
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.

Sabemos del autor, que aquí pareciera estar confiando en una revelación después de la muerte, que era escéptico y que rechazaba la idea del cielo y el infierno, así como de cualquier otro plano de existencia superior. Quien habla, cree. Ergo, no es Jorge Luis Borges.

A modo de conclusión
Al ultimar estas páginas, surge una pregunta ya impostergable, luego de haber analizado el contenido de los dos poemas, cada uno en sus dos versiones. ¿No son, en efecto, cuatro poemas distintos? ¿Basta una coincidencia temática para leerlos como una reformulación? Entendemos que hay varias parejas en la obra poética de Borges que no se prestan a este tipo de confusión (verbigracia, los dos poemas “de los dones”, los dos sonetos a Buenos Aires, los poemas “Laberinto” y “El laberinto”, que figuran uno seguido del otro en el mismo volumen). Pero estos versos sobre todo los dos “Límites” parecieran los primeros albergar a los ulteriores, y éstos haber salido de otros. Es oportuno citar a Reisz de Rivarola, que ha considerado estas cuestiones en un trabajo reciente, en el que revé sus teorías anteriores. Dice: «Las pulsiones y el ritmo interior del lenguaje del poeta no son azarosos sino imperiosos. Por lo mismo, leer un poema sin escuchar esa música callada, limitándose a la búsqueda de un mensaje sea este confesional, social, político o de cualquier otra índole es convertir el poema en confesión, en documento, en testimonio o en cualquier otro tipo de texto cuya calidad estética sea irrelevante o accidental». Sostenemos que el fenómeno existe, y los poemas pueden ser leídos como reescrituras sin caer en el “uso” denunciado por Eco. Pero la forma, “las pulsiones y el ritmo interior”, nos obligan a considerarlos como entidades individuales.





Bibliografía



Borges, Jorge Luis, Obra poética, Buenos Aires, Emecé, 2006.
, Autobiografía, Buenos Aires, El Ateneo, 1999.
Bioy Casares, Adolfo, Borges, Barcelona, Destino, 2006.
Eco, Umberto, Lector in Fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo, Barcelona, Lumen, 1981.
Reisz de Rivarola, Susana, “¿Quién habla en el poema?”, en Teoría y Análisis del texto literario, Buenos Aires, Hachette, 1989.
, “El rol de los valores estéticos en los estudios literarios”, en Lexis, Vol. XXXVI, 2012.
Ricci, Nicolás, “Curiosidad literaria”, en Revista Lugones, núm. 2, pág. 6, noviembre de 2010.
Maestro, Jesús G., “La expresión dialógica como modelo comparatista en el discurso lírico de Borges y Pessoa”, en Teoría del poema: La enunciación lírica, Galicia, Amsterdam/Atlanta, 1998.



APÉNDICE
Límites


Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
La muerte me desgasta, incesante.

De Inscripciones, de JULIO PLATERO HAEDO
(Montevideo, 1923)
El hacedor, 1960






Límites




De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido

a Quién prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.

Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?

Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.

Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.

Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano.

Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.

No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
quieras decir inolvidables cosas.

¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.

Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.
El otro, el mismo, 1967





Himno del mar


Oh mar! oh mito! oh largo lecho!
Y sé por qué te amo. Sé que somos muy viejos.
Que ambos nos conocemos desde siglos.
Sé que en tus aguas venerandas y rientes ardió la aurora de la Vida.
(En la ceniza de una tarde terciaria vibré por primera vez en tu seno).

Oh proteico, yo he salido de ti.
¡Ambos encadenados y nómadas;
ambos con una sed intensa de estrellas;
ambos con esperanzas y desengaños;
ambos, aire, luz, fuerza, obscuridades;
ambos con nuestro vasto deseo y ambos con nuestra grande miseria.

En revistaGrecia, 1919






El mar




Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.
¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo ser que roe los pilares
de la tierra y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?
Quien lo mira lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan, las hermosas
tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.

La moneda de hierro, 1976


[1] Esta práctica ―a saber, la de postular textos subalternos como apócrifos― fue característica en Borges y Bioy Casares. Fue una costumbre que adquirieron juntos. Puede verse, por ejemplo, en las páginas finales de la Historia universal de la infamia, el apéndice “Etcétera”, que funciona del mismo modo que el mencionado “Museo”. Bioy Casares, por su parte, utiliza incontables seudónimos para sus ocurrencias en el Diccionario del argentino exquisito; allí, una de las “autoridades” más citadas es el doctor Reger Samaniego, personaje de su novela Dormir al sol. Y, como ejemplo unificado de ambos autores, mencionaremos el “Museo” que, bajo el seudónimo B. Lynch Davis, publicaron en los números 3 al 11 (1946) de Los anales de Buenos Aires. Los ejemplos son innumerables y riquísimos en juegos intertextuales.

jueves, octubre 10, 2013

Soy un bravo piloto de la nueva China






Noticia preliminar

Ernesto Semán, autor de la novela, es hijo de Elías Semán, abogado, escritor y periodista que militó en Vanguardia Comunista, fracción del Socialismo Argentino de Vanguardia, fundada en 1965 junto con un puñado de intelectuales de izquierda de orientación maoísta. Su padre está desaparecido desde el 16 de agosto de 1978.

Ingeniería narrativa

La estructura de la novela es reconocible desde que uno ojea el índice. Cinco partes, cada una de ellas dividida en otras tres: La Ciudad, El Campo, La Isla. Siempre en el mismo orden, Ciudad, Campo, Isla. Como suele suceder, en las historias que al principio se ofrecen separadas por tiempo y espacio, comienzan a identificarse puntos de contacto. En La Ciudad se narra la historia de un geógrafo -Rubén Abdela- cuya madre enferma de cáncer. (Hay algo en los diálogos de los dos, una naturalidad no usual en textos de esta índole; la literatura y el cine nacional nos ofrecen continuamente argentinos que actúan de argentinos.)
En el libro no faltan las sorpresas bien pensadas. La primera que nos depara es la de advertir que El Campo es un campo de concentración; es un centro de detención, con su sala de interrogatorios. El personaje que mueve esta parte de la historia es Capitán, un policía encargado de secuestros y torturas. Como no podía ser de otra manera, la narración está centrada en él por una razón destacable: Capitán duda. Casi no soporta los gritos de los prisioneros, ni los olores de la sala de torturas, siente mareos de vez en cuando, los oídos se le taponan; el lector lo sigue con la vista, esperando que se desmaye, que caiga, pero sigue. Capitán duda, pero hace su trabajo. Junto a él, está el Polaco, su compañero. El Polaco no duda y más bien le molestan las dudas de Capitán. Para el Polaco, lo que pelean es una guerra; para él, el enemigo desaparece para siempre cuando uno lo tira del avión al río.
Puede verse en esta segunda historia (salvo que más tarde comprobaremos que se trata de una sola, gran historia) la dinámica que Adorno veía en Auschwitz: el mal burocrático de la Razón Instrumental. Nos dice Ernesto Semán que, para Capitán, ésa era su idea de un trabajo, que no conocía otra cosa.
La Isla, la tercera historia, es la línea narrativa más libre. La prosa, la atmósfera, hasta el modo de pensar de su protagonista (que no tardamos en comprender que es el mismo Rubén Abdela de la Ciudad) abandonan el carácter mimético de las otras dos secciones. Ante la nitidez realista de los capítulos anteriores, el lector duda unas páginas hasta empezar a aceptar que tampoco el personaje sabe dónde está –qué es esa isla- ni por qué. El ambiente onírico nos prepara para la intervención de personajes del todo fantásticos: Rudolf y The Rubber Lady, la pareja que controla la Isla.



Demonios y humanos

Pascal, en esa ardua apología del cristianismo que son sus Pensamientos, se pregunta por la falsedad de las otras religiones. Toma una resolución que –aun equivocado o no– manifestaba una grandeza de pensamiento. Medita sobre el Corán y se dice que está lleno de oscuridades, de puntos del todo débiles. En el fragmento en cuestión se lee: «No quiero que se juzgue de Mahoma por lo que hay en él de oscuro y que puede hacerse pasar por un sentido misterioso, sino por lo que hay de claro, por su paraíso y por lo demás». Es decir que golpea allí donde más resistencia encuentra. Sabe que, si la razón está con él, debe resistir la tentación de atacar en los puntos débiles.
Ernesto Semán, contando, como todos nosotros, con décadas de demonización, prefiere humanizar a sus personajes. Capitán es el secuestrador, la mano hacedora de los militares desaparecedores, el que traslada los cuerpos heridos, el que los carga en los Falcon; el que, estando en los aviones al despegar, cuenta con el oprobioso privilegio de estar cuando estos descienden. Capitán, pues, el indefendible, no deja de ser humano: está de madrugada en un aeropuerto, esperando órdenes, y se preocupa porque no llegará a tiempo para llevar a su hijo al jardín de infantes.
Los meros demonios son bidimensionales; lo que se les agrega aquí es un pasado que los condiciona o los vuelve más complejos; en una palabra, más profundos. Pero este trabajo de profundización de los personajes  no se detiene en la figura del torturador. Llega a la del mismo padre, el militante setentista Luis Abdela, que postergó las necesidades de su familia en pos de una construcción colectiva, de un entrenamiento y un combate que no llegaba.
En cierta escena de La Isla, Rubén ve a su padre (o quizá lo imagina, o quizá es engañado por Rudolf) charlando con su propio secuestrador, Capitán. Por algunos detalles, sabemos que la escena evidentemente se produce en base a los recuerdos de Rubén. Luis Abdela (el padre desaparecido) responde a un interrogatorio de su captor. Está sentado en un sillón, comiendo queso y dulce: la escena es irreal de puro pacífica. Cuando Capitán se entera de que Abdela no apoyaba a Salvador Allende, se sorprende –para él, los zurdos son un grupo homogéneo–, por lo que Abdela agrega:

Yo venía de China, Capitán, le acababa de dar la mano a Mao. Ochocientos millones de tipos cagándose de hambre en nombre del comunismo, un tipo capaz de transformar su país infinito durante medio siglo, toda la historia de este mundo cambiada de una vez y para siempre, ¿y usted cree que me iba a emocionar con un reformista que se suicidó cuando se le vinieron tres aviones al humo y por el séquito de maricones que lo recordaban en Saint Germain?

Se puede ver aquí una intensión de explicar al padre; quizá no de justificarlo, pero de entenderlo. En otro capítulo, ya en La Ciudad, Rubén y su hermano descubren la larga carta que Luis Abdela escribiera como despedida al irse a China. En ella, Abdela intenta explicarse, es su voz la que habla y nos dice la verdad o nos miente por amor (la carta está destinada a su mujer). No podemos saber si el texto de la carta ha sido totalmente ficcionado, o si responde en parte a una carta manuscrita que Semán conserva, o si es la transcripción textual de ese original. Si se trata del primer caso, si la carta no existe o ha sido olvidada y fue reconstruida por completo, es –por sí misma- una humanización del personaje. Entonces, esto ha sido premeditado por Semán, y sus palabras son ficción. Si, en cambio, los momentos más importantes de la carta no fueron escritos por el autor… O, dicho de una forma positiva, si la carta fue escrita por Elías Semán, el camarada desaparecido, esas ganas de explicarse son ajenas al autor. Y, en ese caso, la ficción generosa y la grandeza de pensamiento señalada antes con Pascal, viene a continuación de la carta, en la discusión que se da entre los dos hermanos.
La historia no es una memoria, sino la suma de todas las memorias. El mecanismo de Semán es de humanización a través de la profundización en el tiempo. Sus personajes tienen pasado, tienen memoria. El hoy de Rubén Abdela  se construye sobre esa base colectiva de memorias dispares.


As dreams are made on

La Isla es el espacio narrativo más libre, más cambiante, más –usemos la palabra- onírico. El término no es arbitrario. Todo lo que pasa en La Isla tiene la evanescencia de los sueños, la inconsistencia en la sucesión de los hechos, la posibilidad de cambiar por completo en un instante. Para empezar, Rubén no recuerda cómo llegó allí; al cruzarse con conocidos e interrogarlos, estos le responden, riendo, con evasivas. La naturaleza de La Isla es también de esta índole. Rubén Abdela es geógrafo, pero no sabe –ni le preocupa tanto no saber– qué isla es. Pero, sin duda, los elementos más difíciles de conciliar con el tono realista de los otros capítulos son los directores de La Isla: Rudolf y The Rubber Lady. Para empezar, no son humanos. Son algo indefinido y monstruoso. Tienen cola, su piel es sintética, ejercen un poder casi total sobre lo que los rodea; por ejemplo, pueden correr paredes como cortinas, intervenir los recuerdos y la imaginación de Rubén, etcétera.
Ahora bien, repitamos una idea elemental: durante años, se idealizó la imagen del militante hasta el punto de no poder mirarla analíticamente; cualquier crítica depositaba, a quien la llevara a cabo, en la vereda opuesta. Terminar con ese jueguito binario es parte de lo que se propone la novela (ya ni siquiera sé si el autor, pero sí la novela).
Todo este trabajo de construcción del ambiente y del espacio, que determina inclusive a los personajes que conocemos de antes, que vienen de los capítulos anteriores, se da por algo muy preciso: es aquí justamente donde más se critica. Si bien en La Ciudad también hay un preguntarse por estas cosas, allí aparece como una conversación con los demás, esto es, dentro de un protocolo social, dentro de la lógica civilizada de un diálogo, y del moderarse por el otro. En La Isla, Rubén habla con toda libertad, con la libertad de quien está solo y ha decidido por primera vez ser imparcial consigo mismo (nos quedará la sensación de que nada en La Isla ha sucedido fuera de él, o que La Isla es un proceso interno que lo atraviesa), allí rompe con lo “correcto” y se permite preguntar desde todos los ángulos; desde el dolor, la culpa, la justificación, la ira, pero también desde la otredad (ha necesitado estar a solas para esta aceptación íntima de los otros). Es aquí donde reveladoramente admite que nunca se había puesto en el lugar del padre, que lo había reclamado para sí, que lo había resentido, pero que nunca se había imaginado el dolor inmenso por el que pasó.

martes, octubre 08, 2013

Pequeños combatientes, de Raquel Robles








Hablás de militancia como algo romántico hasta que militás. Si podés, conservás una cosa principista pero luego te das cuenta de que no estás militando con “el hombre nuevo” sino con personas con sus miserias.
Raquel Robles en una entrevista de marzo de 2013


Empecemos afuera de la novela. El 5 de abril de 1976, a menos de dos semanas del golpe, dos miembros de Montoneros, Flora Pasatir y Gastón Robles (secretario de Agricultura de Cámpora), son secuestrados en un operativo, mientras los dos hijos de la pareja duermen. Lo Peor –así lo llama Robles– ha sucedido.

Inmediatamente después comienza la novela. La voz narradora de la nena, con sus siete u ocho años -lúcida e ingenua al mismo tiempo-, comienza a reflexionar sobre el secuestro de sus padres. Y comienza con la culpa: «¡Ellos habían luchado durante la noche y yo había estado durmiendo! ¡Qué ser humano puede tener el sueño tan pesado!». Sobre sus hombros recae tanto la culpa de no haberlos defendido, como la responsabilidad de seguir en una impostura continua y de entrenar políticamente a su hermano.
El hermano es muy chico cuando el secuestro sucede. Él también dormía, pero ella lo justifica, como los adultos podrían justificarla a ella. Es decir que la protagonista entiende que la situación supera a un infante, que no se lo puede culpar, salvo que esas normas no rigen para ella. «Mi hermano era un bebé, un inocente (…) Pero yo…».


La voz narradora

El trabajo que Robles hace con la voz de su niña no es fácil de definir. El dominio del lenguaje es el de un adulto, su capacidad para sacar conclusiones también; esto sorprende porque, más allá de la fe poética, y dificultándola, la protagonista tiene “unos siete, ocho años” (según declara la autora en una entrevista de Tiempo Argentino). Hay algo en el desarrollo de esa inocencia incompleta. La búsqueda de realismo es entorpecida porque la niña no se comporta como tal. No es que las observaciones sean demasiado lúcidas. Pero aquí la coherencia no flaquea, es lineal. Aun cuando la niña se quiebra y llora, aun cuando es ilógica, lo es como sería un adulto (un rufián de Arlt podría romper en llanto en una fiesta al ver un globo; un viajante de comercio en Kafka podría recostarse sobre las vías del ferrocarril para la consecución de un capricho).
O quizá se trate de eso.
En un apuro, podría pensarse que esta novela es la menos “crítica” del grupo[1]. Pero quizá sea un mecanismo más. La voz de la niña, por niña, es inmadura y es ingenua, y se ve menos en la forma que en el contenido. Desde esa ingenuidad, se dice que los Montoneros están en guerra, se habla de la revolución como una inminencia; básicamente, la protagonista dice todos los clichés de la época.
Su discurso está hecho de lugares comunes:

Yo quería ser fuerte y no interesarme por la moda o por otras cosas superficiales impuestas por el mundo capitalista para convertirnos en consumidores. (p. 89)

Mi lectura de la crítica en este libro se escribe así: las ideas de los padres, expuestas sucesivamente, con aparente coherencia, formulan el discurso de una niña de siete años, que no entiende y cree entender.


Un recurso proustiano

En el capítulo 10, los hermanos van a una fiesta de cumpleaños. La protagonista ve a una nena con un globo violeta, “de esos que se van para arriba”. El globo, aquí, oficia de magdalena. Es el detonador de recuerdos vívidos, que vuelven con hostilidad. Esos recuerdos nunca son –en los libros, al menos– arbitrarios; vuelven para modificar a los personajes, para empujarlos a la crisis o al propio reconocimiento. En Por el camino de Swann, la novela de Marcel Proust, el personaje se aventura en recobrar los recuerdos de su infancia. En Pequeños Combatientes, la protagonista es sorprendida por un recuerdo. Se ha acostumbrado a ocultar, a sonreír para tranquilizar a los demás, a medir cada gesto; los recuerdos son también el enemigo, y vuelven con violencia.
Escribe Proust:

En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar, el recuerdo se hizo presente. Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores, apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles...

Escribe Robles:

Fue como si me hubieran tirado de un empujón hacia el centro  de mi recuerdo y de pronto me encontré en el cuarto de mi mamá y mi papá, viendo cómo se pegaba al techo un globo violeta. (…) El corazón me empezó a latir de una manera muy rara y me puse a llorar de una manera tan inesperada para mí que me caí al suelo. (p. 70 y 71)

En Proust, la magdalena representa una puerta hacia el pasado, el tiempo perdido. Marcel, el personaje, entra contento. En Proust –como en ésta y las otras novelas que integran el seminario– la recuperación del pasado empuja al personaje a la anagnórisis, a ver su verdadero rostro, a reconocerse. El horror de la niña se explica fácilmente. A Marcel no le ha sucedido Lo Peor.


Epílogo peninsular

Raquel Robles ha colaborado con la revista Anfibia, con una nota sobre la muerte de Videla. De ella extraigo unas líneas, que parecieran recobrar el tono de la novela:

Hace muchos años me senté en un bar con un torturador. Dijo lo que quiso hasta que mi hermano y yo pudimos escuchar. Lo puteamos y nos fuimos. Era 1996 y no estaba en el horizonte del más esperanzado que él o ningún otro fuera preso. Videla murió en una cárcel de Marcos Paz.

Más allá de la curiosidad, una última reflexión moviliza esta cita. En 1996, ni Robles, ni Semán, ni Alcoba, ni Bruzzone, hubiesen podido escribir sus novelas. No con la herida abierta, no sin un accionar político que les permita el distanciamiento crítico que promueve el análisis.


[1] Se trata del corpus de lectura del seminario Narrativas de lo real. Historias y memorias, desarrollado en la Universidad de San Martín. Entre las novelas leídas, se cuentan Soy un bravo piloto de la nueva China (2011) de Ernesto Semán, Los topos (2008) de Félix Bruzzone, La casa de los conejos (2008) de Laura Alcoba.