domingo, diciembre 28, 2014

La mujer en las ficciones orientadoras de la primera literatura argentina



Introducción a la problemática: Sexo/Género

El primer término hace alusión a las diferencias biológicas; el segundo, a “rasgos construidos socialmente” (CASTRO RICALDE: 2009, 112). A través de la historia, la desigualdad entre el hombre y la mujer se ha naturalizado (la literatura ha tenido una fuerte incidencia en esto). La sola adscripción a un sexo o a otro ha determinado siempre el papel que el individuo debe desempeñar. El feminismo ha utilizado el término “género” para instalar la problemática de la desigualdad sexual en varios escenarios de la intervención social, sosteniendo  —desde el siglo pasado — una crítica a estas nociones esencialistas.  Estas páginas, si bien no intentan agregar argumentos a esa crítica, acaso puedan glosarla con rigurosidad.
Se ha elegido analizar cuatro obras de la literatura argentina del siglo XIX: Martín Fierro  de José Hernández, La cautiva de Esteban Echeverría, Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla y el Facundo de Sarmiento. Estos libros, bien mirados, abordan la cuestión de la mujer directa o indirectamente, pero siempre con la relevancia propia de sus autores: se trata de libros que construyeron una nación, que fueron fuentes de prejuicios e inquinas, de algunas grandezas, y del habitus general del “argentino”. Está en ellos el problema del género femenino, dibujado apenas o explícitamente tratado. En algunos de ellos, como veremos, los silencios (tomamos esta categoría de Josefina Ludmer) son más importantes que las palabras.

Las mujeres de Fierro y Cruz: el abandono y la traición como muestras de la vulnerabilidad del gaucho


“Tuve en mi pago en un tiempo / hijos, hacienda y mujer” (HERNÁNDEZ: 2001, 169). La primera tentación de quien está esperando una revelación es la de tomar por prodigioso un descubrimiento baladí. Aquí, podríamos señalar  —pero nos cuidamos de hacerlo — la imagen de una mujer como una posesión: el gaucho posee a la china, como posee hacienda o tropilla de un pelo[1]. Tal aseveración, sin embargo, falsearía un sentimiento innecesariamente, y resultaría en un uso inadecuado del texto. Umberto Eco, en el tercer capítulo de Lector in Fabula, define el “uso” como la voluntad del lector no de determinar un significado ajeno, sino la de imponerle al texto un sentido que no está, por decirlo así, previsto por el autor.
Atengámonos a las palabras de los dos gauchos, Fierro y Cruz, sobre “sus” mujeres, no privadas de valor al respecto de nuestra problemática.
Fierro muestra compasión por su compañera y hasta la justifica por haber buscado refugio en otro hombre: “Me dicen que se voló / con no sé qué gavilán: / sin duda a buscar el pan / que no podía darle yo” (HERNÁNDEZ: 2001, 192). Cruz, por otro lado, es más efusivo, positiva y negativamente. El recuerdo de su mujer lo lleva por dos caminos distintos: al recordar el tiempo venturoso de la unión, elogia a la mujer; al pensar en la traición, se muestra severo y desengañado. Estas dos posibilidades aparecen al comienzo de su parlamento, al decir de la mujer en general: “Lo alivia [a uno] en su padecer: / si no sale calavera / es la mejor compañera / que el hombre puede tener” (HERNÁNDEZ: 2001, 214; el destacado es nuestro). Cruz relata la traición que vivió: un comandante se le “arrima” al rancho en sus largas ausencias, que asimismo provoca, pues lo manda a Cruz a hacer diligencias. Cierta vez, Cruz ve al comandante abrazando a su china y decide dejar su rancho: “Las mujeres, desde entonces, / conocí a todas en una” (HERNÁNDEZ: 2001, 218).
Tenemos, en suma, el abandono de Fierro  —que en rigor no es tal, pues Fierro es enviado a la frontera mucho antes de la desaparición de su mujer — y la traición a Cruz. La mujer en la gauchesca  —género de figuras sobre todo masculinas — constituye con frecuencia un acto de traición[2]. Esto sucede también en Facundo; piénsese en la querida de Santos Pérez (el asesino de Quiroga), que lo denuncia a una patrulla mientras este duerme. Sin embargo, este hecho no resta valor y coraje al gaucho, sino que solo muestra una cierta vulnerabilidad afectiva. La pérdida de un querer constituye la oportunidad de lamentar (el tono del Martín Fierro es siempre elegíaco) un pasado mejor, que ha sido borrado por un presente de ignominia y desventura.

Severa Villafañe: la figura femenina en Facundo

 

Si, como dijimos, la gauchesca es una literatura de figuras predominantemente masculinas, el Facundo de Sarmiento lleva ese precepto hasta sus últimas consecuencias. Es este un libro que nos habla sobre la mujer desde su silencio. No hay, en las más de trescientas páginas que lo componen, personajes femeninos relevantes. Las escasas menciones a mujeres son para ilustrar un escenario de terror, son escenografía, son accesorios de los hombres que sí hacen historia. En efecto, Sarmiento nos muestra la Historia como producto de los actos, a veces nobles y a veces ruines, de los hombres. Elizabeth Garrels, al comentar la imagen de las mujeres que Sarmiento elabora, sostiene que “la inmensa mayoría de las mujeres que entran y salen tan rápidamente del texto figuran allí en su papel de madre, esposa, hija, hermana, querida, novia o pretendida. En otras palabras, figuran allí como apéndice del hombre” (GARRELS: 1994).
 Del Facundo, nos limitaremos a un episodio del capítulo “Guerra social. Oncativo”; más precisamente, el romance de Severa Villafañe. Apenas dos páginas agotan su historia, que viene a ilustrar el carácter destructivo del General Quiroga; de él deberá huir hasta su muerte, por haber tenido “la desgracia de excitar la concupiscencia del tirano” (SARMIENTO: 2008, 234).
Al parecer, el martirio de esta mujer ha conmovido a Sarmiento, pues le otorga todas las virtudes y le ofrece su compasión. Compara su historia con un cuento de hadas; la llama “la más hermosa princesa” y “esta pobre niña” (SARMIENTO: 2008, 234 y 235). Severa es sobrina del general Villafañe, de no poco peso en el libro. Ha sufrido los abusos de Quiroga durante años (cierta vez, es azotada por sus soldados y, en otra ocasión, “bañada en sangre y bofetadas” por el General). Aclaramos que, como es costumbre en Sarmiento, los detalles no abundan y la documentación es nula; no hay fechas ni elemento alguno de verosimilitud historiográfica. Severa Villafañe busca asilo en un convento, hasta que un día, al volver a ver a Quiroga, cae exánime.
Esta mujer es, en el Facundo, la única sobre la que se hecha un poco de luz, aunque escasísima. Su singularidad está dada por su individualidad: no es un “apéndice” de un varón, sino una víctima independiente. Pero no excede su papel de víctima. Si se repara en ella, es para ilustrar de un modo más[3] la brutalidad del caudillo, no para destacarla como un agente productor de historia.

Debemos señalar que Sarmiento se ocupó, en otros textos, de demandar la educación de la mujer, y que tuvo trato con varias escritoras de su época, a quienes consideraba pares. Ha señalado la necesidad de profundizar su formación, hecho que se ha considerado como un gesto moderno de carácter progresista. Si bien esto puede ser visto así, veamos qué lugar le otorga a la mujer en la sociedad. Para esto, leamos algunos comentarios de Sarmiento previos a la publicación del Facundo. El primero, de 1841:

Los hombres, se ha dicho, forman las leyes, i las mujeres las costumbres; ellas son para la sociedad lo que la sangre para la vida del hombre. No ejerce ésta una influencia [sic], por decirlo así, visible en la existencia; es el cerebro, son los nervios quienes desempeñan las disposiciones del alma; pero ella lo vivifica todo, está presente en todas las partes de la estructura i se hace una condicion indispensable de la vida. El hombre dirije sus propias relaciones esteriores, pero la mujer realiza la vida en el hogar doméstico i prepara los rudimentos de la sociedad en la familia (Citado en GARRELS: 1994).

El segundo, de 1843 (esto es, durante el período de gestación del Facundo):

¿Dúdase acaso que debe educarse a la mujer para que eduque bien a sus hijos? (…) Si han sido impotentes hasta hoy todos los esfuerzos intentados para exterminar los vicios y la inmoralidad de la multitud, es porque no se ha sondeado la llaga que está interiorizada en el seno de la familia: la incapacidad de las mujeres abandonadas a sus instintos y sin auxilio de la instrucción y de la educación moral, para formar el corazón y las costumbres de los hombres (Citado en GARRELS: 1994).

Se ve, pues, que la iniciativa positiva de educar a las mujeres viene acompañada de la carga de responsabilidad por las acciones ulteriores de sus hijos. El ámbito de la mujer sigue siendo la vida doméstica, y el uso de su educación tendrá como objetivo cuidar los efectos negativos que pueda tener su influencia en los futuros hombres, los que harán la historia de la patria, civilizándola o barbarizándola.

Una mujer entre silencios: María la cuartelera. Análisis de las omisiones en la historia de La cautiva.



No podríamos hablar del poema de Echeverría sin referirnos a su utilización del romanticismo, movimiento al que adhirió notablemente. La obra es pródiga en rasgos románticos. Consideremos los que marcan la figura de María: la exaltación del ímpetu juvenil, la idealización femenina, la ambigüedad de géneros. El primer elemento no necesita mayor elucidación. La idealización, reflejada en sus rasgos físicos y espirituales, lleva al autor a compararla con una “criatura celestial” (Canto VII) o con un ángel, en los versos en que ella se presenta: “Mi vulgar nombre es María. / Ángel de tu guarda soy” (Canto III). Acerca de la ambigüedad de géneros, podemos señalar que el coraje y la fortaleza de Brián están en el pasado, son recordados y enaltecidos, pero no tienen lugar en la acción del poema. Más interesante aún es la “varonil fortaleza” de María, que es quien lleva a cabo la fuga de las tolderías, cargando incluso con el otrora valiente soldado Brián, que agoniza.
Sabemos poco de María, pues, pese a ser el personaje que gesta la acción del poema, Echeverría la envuelve en inexplicables silencios. Brián es el soldado de campaña, secuestrado por los indios; María es la cuartelera (la observación es de Susana Rotker): la esposa de un soldado, que lo acompaña a la frontera y se adapta a la vida de cuartel, sin cuya presencia la tropa se desmoralizaría. Las cuarteleras fueron parte elemental de la historia de los fortines: “han ido a la frontera a pelearla junto a sus maridos o compañeros” (ROTKER: 1999, 131).
¿A qué este silencio de Echeverría y de las demás literaturas de frontera? Las cautivas son tema, en algún punto, de todos los textos aquí analizados. En el caso de este poema, que nos propone desde el título la importancia de su condición, lo más revelador es precisamente que el autor la deje de lado.
No hay en La cautiva un interés por la cautiva. Pocas son las que han alcanzado algo del imaginario colectivo (este poema hecho de silencios es el que más páginas le dedica al tópico  —si nos limitamos a las ficciones orientadoras del siglo XIX), y las pocas que lo han logrado han sido “en realidad un instrumento, una excusa, un motivo más a esgrimir en la lucha contra la barbarie y llevar adelante un proyecto político” (ROTKER: 1999, 140).

El comercio de las cautivas: justificación (y posterior repudio) de una práctica ranquelina por Lucio V. Mansilla


Debemos comprender, antes de seguir adelante, la ambigüedad de Lucio V. Mansilla en tanto agente conciliador entre culturas. Mansilla se postula como la voz negociadora y cosmopolita  —pero con un posicionamiento claro, en absoluto neutral — que puede, solo él, mediar entre la civilización y la barbarie; sus atributos de hombre de mundo y su intachable, desinteresada conducta (señalada por él mismo) le dan la categoría necesaria para interceder en la cuestión india. Obra por disimulo: calla su verdadera motivación[4], lanza juicios de los que luego se retractará… Su empresa toda será luego opacada por el apoyo a la matanza liderada por Julio Argentino Roca.
El tratamiento literario de las cautivas en la Excursión tiene una particularidad innegable: dos hay, que aparecen con nombre y apellido (Petrona Jofré y Fermina Zárate). Lamentablemente, estos personajes ocupan dos páginas y media en las más de cuatrocientas de la Excursión. En el resto del libro, las cautivas son apenas un telón de fondo: de nuevo, mera escenografía. De los caciques, Masilla nos dice que la mayoría son mestizos, hijos de madres blancas, presumiblemente cautivas. Pero nada nos dice de ellas.
En el capítulo XLI, se menciona a una mujer heroica que se negó a “dejarse envilecer”, y cuyo heroísmo le ha agenciado cicatrices en todo el cuerpo. Comenta el coronel: “Era de San Luis, tengo su nombre apuntado en el Río Cuarto. No lo recuerdo ahora. La pobre ya no está entre los indios, Tuve la fortuna de rescatarla y la mandé a su tierra” (MANSILLA: 2008, 233). ¿Cómo se entiende esto? La memoria de Mansilla lo ha asistido durante todo el libro, repleto de nombres, circunstancias y términos de la lengua araucana. Aquí se muestra como un héroe que recupera a uno de los suyos, pero “tan nada cuenta la cautiva” (ROTKER: 1999, 223) que ha olvidado su nombre.
Entiéndase: las cautivas representaron piezas claves en la política de frontera, de la que el texto quiere ser intérprete. Susana Rotker (1999: 224) afirma:

El narrador no muestra mayor interés por las cautivas: no cuenta cómo fueron secuestradas o en qué términos se negocia su rescate cuando se produce, ni cómo escaparon si lo hicieron o qué utilidad tenían para los blancos como traductoras o lenguaraces, ni qué les pasaba al volver a reincorporarse a la sociedad ni qué papel jugaron en la crianza de muchos caciques y lenguaraces.

A las omisiones enumeradas, se le suma una aseveración del autor en el Epílogo. En ella, parece justificar el rapto y comercio de mujeres, equiparándolo a costumbres de ciertas civilizaciones antiguas (hebrea, árabe, romana, germana, visigoda y franca). Mansilla intentará alivianar el peso de estas consideraciones una década después, en una “causerie”. (No debe suponerse, sin embargo, que la crítica lo haya desvelado.) En ella, escribe en contra de “los mercados de carne humana, autorizados por la ley abominable de la esclavitud” (citado en ROTKER: 1999, 232). Corregirá entonces lo expuesto en el Epílogo, cambiará su opinión, pero muy luego, cuando ya no corre ningún riesgo, pues lo hace después de la Conquista del Desierto.

A modo de conclusión
A esta altura, nos enfrentamos con un interrogante inevitable: ¿Cómo debe accionar un texto, qué funciones debe otorgar a sus personajes femeninos, para no participar como agente reproductor de las desigualdades de género?
En principio, sabemos que no basta adoptar una postura, no basta el gesto. No basta pedir la educación de la mujer si esa educación no operará sobre su libertad individual. No basta hacerla heroína de una gesta si su cuerpo y su historia quedarán borrados por la falsedad de la idealización. No basta compadecerse por una víctima si se desaprovecha la oportunidad de documentar las particularidades del mal que sufre.
Los cuatro textos que nos han ocupado han excluido sistemáticamente a la mujer, aun en el caso de Echeverría, en cuyo poema vemos actuar una sombra borrosa, privada de historia. Una y otra vez, las maquinarias de representación han elegido ensombrecer a las cautivas, chinas y cuarteleras. Susana Rotker (1999, 209) escribe: “Lo que se elige para representar en la cultura y en el recuerdo revela la identidad de los individuos, de los grupos sociales y de las naciones. Los imaginarios son narrativas constituidas por secuencias de acciones que incluyen y excluyen”.
Para terminar, recordemos que Simone de Beauvoir comienza El segundo sexo con un epígrafe de Poulan de la Barre, que advierte: “Todo cuanto sobre las mujeres han escrito los hombres debe tenerse por sospechoso, puesto que son juez y parte a la vez”. Muy seguramente, esta advertencia le cabe también al presente trabajo. 


Bibliografía
BEAUVOIR, Simone de. El segundo sexo. Buenos Aires: Debolsillo, 2009.
ECHEVERRÍA, Esteban. La cautiva, El matadero. Buenos Aires: Colihue, 1993.
Eco, Umberto, Lector in Fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo, Barcelona: Lumen, 1981.
GARRELS, Elizabeth. Sarmiento ante la cuestión de la mujer: desde 1839 hasta el "Facundo". Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor-din/sarmiento-ante-la-cuestion-de-la-mujer-desde-1839-hasta-el-facundo/html/
HERNÁNDEZ, José. “El gaucho Martín Fierro” y “La vuelta de Martín Fierro”, en Tres poemas gauchescos. Barcelona: AGEA, 2001.
MANSILLA, Lucio V. Una excursión a los indios ranqueles. Buenos Aires: Gradifco, 2008.
ROTKER, Susana. Cautivas. Olvidos y memoria el la Argentina. Buenos Aires: Ariel, 1999.
SARMIENTO, Domingo Faustino. Facundo. Buenos Aires: Losada, 2008.
CASTRO RICALDE, Maricruz. “Género”, en Diccionario de estudios culturales latinoamericanos, Mónica Szurmuk (comp.) y Robert McKee Irwin (comp.). México: Siglo XXI, 2009.


[1] Para comprobar el desatino, hágase lo mismo con la milonga campera “La Pampita” de Argentino Valle y Alfredo Pelaia, o “I Got a Woman” de Ray Charles.
[2] La otra función de la mujer en la gauchesca (y, como veremos, en todos los textos que analizamos) es la de víctima. Verbigracia, en La vuelta, la cautiva en las tolderías que será rescatada por Fierro.
[3] El libro es un intento de difamación continuo, el relato de una seguidilla de hechos agraviantes para evidenciar el carácter corrosivo y destructor de Quiroga.
[4] “[El coronel Mansilla] está usando toda la excursión no para ayudar en las conversaciones de paz con los indios, sino para un fin completamente personal: lograr el indulto al juicio que se le estaba siguiendo en aquel momento por exceso de autoridad y obtener el grado de general” (ROTKER: 1999, 218).

domingo, mayo 04, 2014

Admirar al enemigo



       Mates con amigos docentes, a comienzos de 2010. Un profesor de música y una recién egresada del magisterio. Cuando la conversación derivó en libros, mi amiga censuró un elogio que el profesor de música hizo de Lugones. Nos dijo que no debíamos perder el tiempo en leerlo, y procedió a contarnos la historia -que todos han escuchado hasta el cansancio- de la familia Lugones: Leopoldo, Polo y Pirí. Ambos la escuchamos en silencio y asentimos. Lugones representaba para ella el anglófilo oligarca, el intelectual de derechas que pidió la dictadura de Uriburu. Para ella, militante bien intencionada de agrupaciones de izquierda, Lugones representaba el enemigo, y no había lugar en su admiración para el enemigo.
       No era la primera vez que me topaba con resoluciones tales: la negación absoluta de un artista por cuestiones no artísticas. El comentario de mi amiga me molestó, pero en ese momento los buenos y los malos argumentos en defensa del escritor (y, lo admito, en contra de ella) se apelmazaban en un desorden que opté por callar. Hoy, cuatro años después, intento esbozar esa apología.
       Cierta vez leí que Emmanuel Lévinas definió a Martin Heidegger con estas palabras: «Lamentablemente el más grande filósofo del siglo XX». La afiliación al horror nacionalsocialista, los honores y los cargos de Friburgo, palpitan debajo de ese "lamentablemente". Me tienta una fórmula: Lugones fue a Uriburu lo que Heidegger a Hitler, and yet, and yet...
       Hay lectores inocentes y lectores conscientes. Los unos, abrazan todo lo leído con la misma gratitud. Los otros, aprenden a distinguir matices, se adiestran en el juicio estético y en procedimientos de consumo crítico de los textos. Para estos últimos, no hay dos libros iguales y nunca un autor es entera y parejamente bueno; juzgan los poemas verso por verso y las prosas línea por línea. Es deber del lector consciente distinguir la grandeza contradictoria de los autores, reconociendo también sus miserias.
       Leopoldo Lugones, podríamos decir, es “lamentablemente” uno de nuestros mayores escritores, y el mejor exponente argentino de eso que se llamó el modernismo y que marcó para siempre las letras de América Latina. El Lugones que habló de la cándida luna que sale del mar fue el mismo que pidió “La hora de la espada”. Y el Lugones que admiraba a Sarmiento fue el mismo que censuró la ejecución de Peñaloza; el que veneraba el Facundo fue el responsable de que hoy leamos el Martín Fierro con el fervor con que lo hacemos. El Lugones que pudo afear un libro con el título Mi beligerancia fue el autor de otro cuyo título, Los crepúsculos del jardín, es, como decía Borges, por sí solo un poema. Fue capaz de versos ridículos como:

                   ¡Oh luna que diriges como sportswoman sabia  

                    por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé..!

y de versos perfectos como:

                   La última tarde, como el viento fuera                    

                   un poco más cordial que en estos días,                   
                   llegó esa exhalación de primavera                    
                   al huerto de mis breves alegrías.

       La literatura busca el hecho estético, no el adoctrinamiento político o moral (si algo de las epístolas de Séneca, por ejemplo, nos llega en ese sentido, se trata de un valor agregado, de carácter secundario). Nuestro deber, entonces, como gente de literatura, no es fácil. Debemos aprender a admirar a estos hombres contradictorios, entrenándonos para poder reconocer los límites de su grandeza.
       Varias veces he imaginado a un peronista enterándose de que Borges era antiperonista (el enemigo), y diciéndose: "Mejor; cuarenta libros menos para leer". Esa idea le ha hecho gracia a mis amigos peronistas (algunos de ellos, los mejores lectores de Borges que conozco).
       Hay una lista interminable de casos donde se da el mismo fenómeno y una dificultad análoga: Ezra Pound, Carlyle, Voltaire, Quevedo, Wagner, Schopenhauer... Todos ellos admirables. Acaso por una comodidad intelectual, que busca dividir el universo de un modo binario, haya una confusión entre la idea de un artista admirable y la de un artista querible. No todos son Walt Whitman y, si sólo pudiéramos alimentarnos de artistas queribles, nuestras vidas serían más pobres.