jueves, septiembre 12, 2013

Los dioses de la fiebre



Este blog no era para esto. Al diablo:


Los dioses de la fiebre



Apenas el buitre se le fue a la cara, despertó. La habitación desconocida estaba a oscuras. Sintió alguna curiosidad por saber dónde estaba, pero el frío en la frente sudada le preocupaba más. Se sentía cansado. Con mucha dificultad, con no poco dolor, logró incorporarse a medias y vio su cuerpo cubierto por muchas mantas, revueltas por sueños intranquilos.
Un ruido inesperado interrumpió sus cavilaciones. En el piso superior oyó algunas voces apagadas e ininteligibles, luego un ruido de llaves, seguido del llanto de viejas bisagras. Una puerta se había abierto. En un instante, vio el techo abrirse en pequeñas grietas de luz. Oyó a lo lejos el trote feliz de un caballo. Comprendió que la calle estaba arriba, que él estaba en un subsuelo. Algún escalofrío lo recorrió y se supo afiebrado. Tuvo la sensación de que la fiebre ya era cosa habitual; con todo, aún no podía recordar su nombre.
Arriba sonó un portazo y las grietas se apagaron, pero en seguida se renovó la luz. El afiebrado calculó que alguien abría unas cortinas. La luz ahora era menos hostil. Fue preciso un nuevo acomodamiento ocular: nubes borrosas que se disipaban. El techo era bajo, agobiantemente bajo. Las paredes, acaso blancas en mejores días, estaban manchadas de hollín y humedad. Había sólo una puerta frente a él, del lado izquierdo; junto a la puerta colgaba algo que, conjeturó, sería una lámpara. La desnudez de las paredes aumentaba la sensación de frío. El aire que respiraba era denso y le dolía al entrar.
El afiebrado sintió que un frío lo recorría entero y que un dolor fortísimo de agujas en la garganta le volvía. (No podía recordar de cuándo volvía, pero lo sintió como un dolor recurrente.) Intentó tragar saliva y el dolor lo ensordeció. Una densa niebla se cerraba sobre él. Sintió que caía; esa sensación que llega en los primeros minutos del sueño, salvo que esta vez duró más. El afiebrado desesperaba en su caída, incapaz de gritar. Cayó, finalmente, en un pozo oscuro, húmedo y frío, con el fondo y las paredes de fango. Intentó escalar, pero el pozo era profundo y las paredes demasiado resbaladizas. Se quedó, como el milesio, mirando las estrellas desde el fondo. Cuando comenzaba a resignarse, un hombre de barba se asomó y lo vio. El afiebrado pidió ayuda, y el hombre se excusó con un llevo mucha prisa. Antes de irse, dijo que acaso volvería mañana.

Cuando despertó, estaba mareado y temblando. Miró a su alrededor (le dolió el cuello al hacerlo) y advirtió que había una silla vacía junto a la cama. Recordó que arriba vivía gente. Le desagradó la idea de que alguien hubiera estado en la habitación mientras él deliraba. Pensaba en esto cuando oyó de nuevo voces. Procuró escuchar qué decían. Estuvo largo rato quieto, respirando lo menos posible, cerrando los ojos con fuerza. Finalmente pudo reconocer que las voces eran dos, que hablaban en alemán (se tranquilizó al reconocer su idioma), que discutían.
―¿Hasta cuándo estará con nosotros? No podemos hacernos cargo ―dijo una voz de hombre.
―Estará con nosotros el tiempo que necesite ―contestó una muchacha.
―Y tus hermanas, ¿por qué no aparecen cuando el señorito necesita ayuda?
―Ellas no están en Praga, y él no puede viajar así. Está delicado...
―Está muriendo ―dictaminó el hombre.
Por un segundo, creyó que caería nuevamente, que la fiebre subía. Hizo un esfuerzo por permanecer despierto. En su desesperación, se obligó a tragar saliva, para que el dolor lo despertase. Casi se desmayó al sentir las agujas. Arriba, las voces seguían, pero él no las escuchaba. Cuando las puntadas se sosegaron, aguzó el oído y advirtió que la muchacha lloraba. El hombre le decía:
―No quiero ser tan severo. Me preocupo porque no nos alcanza para vivir nosotros. Además, te veo peor desde que tu hermano llegó, Ottla.
Los ojos del afiebrado se abrieron amplia y súbitamente. Se supo ante una revelación. El nombre de Ottla le trajo un recuerdo. Y, con él, vinieron otros, torrencialmente. «Ottla Kafka», se dijo, «Yo debo ser Franz… escribo… toso… muero en Praga». Recordó en un instante su pasado reciente y las últimas noticias sobre su salud. Todos lo daban por muerto. El doctor Hoffman le había dicho que se fuera preparando. Max Brod (buena gente, Brod) insistía en saber qué iba a hacer con todos sus papeles.
Arriba, Ottla seguía llorando. Ahora que recordaba quién era, sintió que su ser lo abrumaba. Se sintió cárcel de sí mismo. Un minuto antes, era un ser sin pasado, liviano de remordimientos y libre de pronósticos. Ahora, era un hombre consumido, muriendo una mala muerte, separado del mundo, pesando sobre los hombros de su hermana menor; sin padre, sin mujer, sin obra. Antes de volver a caer, lamentó no haber podido terminar de escribir aún esa maldita novela. Cayó.
De nuevo sintió el fango y la sofocante angostura de las paredes. Miró hacia arriba, esperando ver al hombre de barba. Advirtió que estaba amaneciendo; rápidamente, el cielo se iluminó. Aunque había maldecido la oscuridad, ahora sentía miedo de la luz. No quería ver dónde estaba, el lodazal inmundo que lo rodeaba. Se obligó a seguir mirando al cielo. Se emocionó al ver al hombre de barba asomarse. El hombre lo saludó y le reprochó que no hubiese salido aún. Mostrando señales de impaciencia, el hombre de barba consultó su reloj de bolsillo y sulfuró. Luego de un espéreme, desapareció. Cuando volvió, cargaba un extremo de una pesada manguera. Apenas un cuidado que está fría y el agua comenzó a inundar el pozo. El afiebrado notó con felicidad que comenzaba a elevarse. Quiso agradecer, pero el hombre de barba ya no estaba.

Dormía. Sintió un violento frío en la frente, algo pesado y húmedo que lo atacaba. Poco a poco fue volviendo al mundo. Al volver, vio a Ottla junto a la cama, y frente a ella una fuente con agua, sobre la cual estrujaba un paño gris. La lámpara junto a la puerta estaba encendida. Quizá por esos paños fríos que ella le aplicaba, los dioses de la fiebre le concedieron una última lucidez, un último contacto con su hermana. La niebla se disipaba. El afiebrado vio los ojos tristes de la muchacha. Buscó su mano, la tomó y comenzó a acariciarla. Intentó hablar, pero el dolor en la garganta lo detuvo. Los dos sonreían en silencio. En ese momento, o muchos minutos después (el tiempo de la fiebre es incontable), sintió en la muñeca de Ottla una cicatriz, y luego otra, y luego otra. Tres líneas paralelas, de varias pulgadas, de un color más oscuro que su tez. No eran antiguas. ¿Tendrían seis meses? ¿Un año? Como pudo, preguntó con los ojos, y a medio preguntar comprendió que no había cuidado de su hermana, que ella lo había necesitado y él no había estado ahí. No pudo llorar, no pudo hablar, sólo su mirada pedía perdón. De repente, sintió que se alejaba: volvía la niebla, la fiebre, el delirio.
Perdido en los dédalos de su memoria, los recorría, errando por galerías de recuerdos deformados (que son los únicos que existen). Ahora su padre le cierra la puerta en la cara. Ahora visita al doctor Hoffman por primera vez, con esperanzas aún. Ahora ve llorar a su hermana porque una compañera de colegio le ha gritado judía. Ahora se ve muerto y a su hermana diciendo “Qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada”. Ahora Brod lee con interés cierta página de cierto cuento. La sucesión se prolonga unos minutos incalculables. Ottla lo mira y no sabe que lo está viendo morir; tanto se ha acostumbrado a verlo postrado.
La niebla lo ha envuelto todo, pero ya no se siente caer. Flota en el agua y se eleva, contento. Está ya casi fuera del pozo. Quién sabe la decepción que sentirá al ver que fuera del pozo no hay nada.