domingo, mayo 04, 2014

Admirar al enemigo



       Mates con amigos docentes, a comienzos de 2010. Un profesor de música y una recién egresada del magisterio. Cuando la conversación derivó en libros, mi amiga censuró un elogio que el profesor de música hizo de Lugones. Nos dijo que no debíamos perder el tiempo en leerlo, y procedió a contarnos la historia -que todos han escuchado hasta el cansancio- de la familia Lugones: Leopoldo, Polo y Pirí. Ambos la escuchamos en silencio y asentimos. Lugones representaba para ella el anglófilo oligarca, el intelectual de derechas que pidió la dictadura de Uriburu. Para ella, militante bien intencionada de agrupaciones de izquierda, Lugones representaba el enemigo, y no había lugar en su admiración para el enemigo.
       No era la primera vez que me topaba con resoluciones tales: la negación absoluta de un artista por cuestiones no artísticas. El comentario de mi amiga me molestó, pero en ese momento los buenos y los malos argumentos en defensa del escritor (y, lo admito, en contra de ella) se apelmazaban en un desorden que opté por callar. Hoy, cuatro años después, intento esbozar esa apología.
       Cierta vez leí que Emmanuel Lévinas definió a Martin Heidegger con estas palabras: «Lamentablemente el más grande filósofo del siglo XX». La afiliación al horror nacionalsocialista, los honores y los cargos de Friburgo, palpitan debajo de ese "lamentablemente". Me tienta una fórmula: Lugones fue a Uriburu lo que Heidegger a Hitler, and yet, and yet...
       Hay lectores inocentes y lectores conscientes. Los unos, abrazan todo lo leído con la misma gratitud. Los otros, aprenden a distinguir matices, se adiestran en el juicio estético y en procedimientos de consumo crítico de los textos. Para estos últimos, no hay dos libros iguales y nunca un autor es entera y parejamente bueno; juzgan los poemas verso por verso y las prosas línea por línea. Es deber del lector consciente distinguir la grandeza contradictoria de los autores, reconociendo también sus miserias.
       Leopoldo Lugones, podríamos decir, es “lamentablemente” uno de nuestros mayores escritores, y el mejor exponente argentino de eso que se llamó el modernismo y que marcó para siempre las letras de América Latina. El Lugones que habló de la cándida luna que sale del mar fue el mismo que pidió “La hora de la espada”. Y el Lugones que admiraba a Sarmiento fue el mismo que censuró la ejecución de Peñaloza; el que veneraba el Facundo fue el responsable de que hoy leamos el Martín Fierro con el fervor con que lo hacemos. El Lugones que pudo afear un libro con el título Mi beligerancia fue el autor de otro cuyo título, Los crepúsculos del jardín, es, como decía Borges, por sí solo un poema. Fue capaz de versos ridículos como:

                   ¡Oh luna que diriges como sportswoman sabia  

                    por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé..!

y de versos perfectos como:

                   La última tarde, como el viento fuera                    

                   un poco más cordial que en estos días,                   
                   llegó esa exhalación de primavera                    
                   al huerto de mis breves alegrías.

       La literatura busca el hecho estético, no el adoctrinamiento político o moral (si algo de las epístolas de Séneca, por ejemplo, nos llega en ese sentido, se trata de un valor agregado, de carácter secundario). Nuestro deber, entonces, como gente de literatura, no es fácil. Debemos aprender a admirar a estos hombres contradictorios, entrenándonos para poder reconocer los límites de su grandeza.
       Varias veces he imaginado a un peronista enterándose de que Borges era antiperonista (el enemigo), y diciéndose: "Mejor; cuarenta libros menos para leer". Esa idea le ha hecho gracia a mis amigos peronistas (algunos de ellos, los mejores lectores de Borges que conozco).
       Hay una lista interminable de casos donde se da el mismo fenómeno y una dificultad análoga: Ezra Pound, Carlyle, Voltaire, Quevedo, Wagner, Schopenhauer... Todos ellos admirables. Acaso por una comodidad intelectual, que busca dividir el universo de un modo binario, haya una confusión entre la idea de un artista admirable y la de un artista querible. No todos son Walt Whitman y, si sólo pudiéramos alimentarnos de artistas queribles, nuestras vidas serían más pobres.