martes, agosto 25, 2015

La última oscuridad de la retórica





Arthur Schopenhauer comienza su famoso tratado "El arte de tener siempre la razón" con estas palabras: «La dialéctica erística es el arte de disputar de modo que uno siempre tenga razón por medios lícitos e ilícitos» (2011: 145). Curiosamente, en las casi cuarenta páginas del tratado, nunca se menciona la palabra «retórica», pese a que su tema sea tan similar al de esta disciplina. ¿A qué se refiere Schopenhauer con dialéctica? El autor define, delimita y explica prolijamente su objeto de estudio, pero ¿qué relación guarda este con el nuestro, la retórica? ¿Podemos deducir algo más allá de su exposición? Ese es acaso el objetivo de estas páginas.
En Institutio oratoria, el retórico latino Quintiliano nombra a la dialéctica, casi siempre al pasar, para establecer diferencias entre esta y la oratoria. Toma de Cicerón una idea de Zenón, que compara la relación entre ambas como la de la mano abierta (retórica) y la  mano cerrada (dialéctica). En las últimas páginas del libro II, Quintiliano diferencia los usos del lenguaje en cada una: la elocuencia, como lenguaje continuado, de «estilo difuso», y la dialéctica, como leguaje conciso y breve (1916: 131-134).
Volvamos a Schopenhauer y vayamos descartando. En principio, sabemos que no se refiere con «dialéctica» a una dialéctica en absoluto hegeliana. Por otro lado, tampoco se trata de la disciplina del diálogo platónico; Sócrates y Platón utilizaban la dialéctica para  la búsqueda de verdades (como ya veremos, esto nos sitúa fuera de la dialéctica de Schopenhauer), y no como arte de persuadir.
Cuando Schopenhauer traza los límites de la dialéctica, sitúa de un lado a la lógica y del otro a la sofística. Es insistente en que la dialéctica no busca la verdad objetiva, pues esta depende de la capacidad de juicio, la reflexión y la experiencia, pertence a otro ámbito y no hay para llegar a ella un arte, tejné, especial. Si buscamos la verdad objetiva, caemos, pues, en el campo de la lógica. La otra frontera —flanco por el que los detractores siempre han insistido en atacar— es la que califica como sofística. La crítica usual (tanto si hablamos de retórica, con Quintiliano, o de dialéctica erística, con Schopenhauer) es que puede ser utilizada con fines deshonestos, es decir, en la defensa de tesis falsas. Quintiliano también da cuenta de esta crítica. Según sus adversarios, uno de los peligros de la elocuencia era que se usara para librar del castigo a los culpables y condenar a los inocentes. Él lo refuta alegando que no debe condenarse una disciplina entera por el mal uso que a veces se haga de ella. Ironiza el latino (1916: 118): «No comamos, porque la comida es causa de varias dolencias. (...) No haya espadas para la guerra, pues se valen de ellas los ladrones[*]» .  Algo similar sostiene Schopenhauer, pero de un modo más rotundo, menos trabajado (¿menos retórico?). Anota que a la dialéctica se la ha definido con malicia como una «lógica de la apariencia». Bien vista, la acusación es la misma: la lógica es honesta, pues persigue la verdad; la dialéctica busca aparentar la verdad, para engañar a su audiencia. La respuesta del filósofo es lacónica: «Falso; pues de ser así, se utilizaría para defender solo enunciados falsos» (Schopenhauer, 2011: 151).
Schopenhauer, luego de distinguir la búsqueda de la verdad objetiva del arte de hacer que la propia tesis se acepte como verdadera, señala que lo segundo es el objeto propio de la dialéctica. Y que sólo así, considerada netamente, puede establecerse como una disciplina autónoma.
Cabe preguntarse: con tantos puntos de contacto, ¿por qué ese silencio respecto de la retórica? Téngase en consideración que no solo se habla de «dialéctica» o «dialéctica erística» (esto último, según el traductor Dionisio Garzón, es un énfasis), sino que no se menta la retórica ni para contrastarla. Sucede que Schopenhauer escribe a mediados del siglo XIX, es decir, en la última oscuridad de la retórica. Para aclarar este punto, es necesario comentar algunos pormenores históricos y teóricos.
La Edad Media había llevado a cabo un proceso de desintegración de la disciplina. En un principio, el Trivium, las tres primeras de las «siete artes liberales», contemplaba la gramática, la dialéctica y la retórica; luego, la última fue abandonada, reforzando las otras dos artes. Del tesoro a repartir, de las partes de la retórica, a la gramática le correspondió la elocutio (el hablar bien pasó a ser el hablar correctamente). La dialéctica, a su vez, asimiló la inventio y la dispositio.
Pese a sugerir un trabajo creativo, la inventio denota más un descubrimiento que una invención: se trata de la búsqueda de argumentos e ideas, concretas o abstractas, que sean útiles a la tesis sostenida. La finalidad de esta función es de carácter doble. Por un lado, busca convencer con pruebas de orden lógico; por otro lado, y simultáneamente, quiere conmover al auditorio, cuyo humor, inteligencia y moral son parámetros en función de los cuales se piensan los argumentos.

Podemos pensar la dispositio según la definición de Barthes (1993: 145): «El ordenamiento (tanto en sentido activo y operativo, como en el sentido pasivo, cosificado) de las grandes partes del discurso». Al igual que la inventio, la dispositio apela tanto a la dispocisión psicológica del oyente como a su razón. Está conformada por cuatro partes (conforme a la división de Aristóteles, ligeramente distinta a la de Quintiliano): exordio, narratio, confirmatio y epílogo. Las dos partes centrales —casualmente, las escritas en bastardilla— son las que tienen por objetivo convencer; las otras dos, las partes de apertura y cierre, buscan conmover. La dispositio ordena y dispone los elementos encontrados en la inventio.
Estas dos partes —centrales para considerar la retórica cabalmente— fueron destinadas a la dialéctica, y por eso Schonpenhauer la relaciona con la «esgrima intelectual»  de que habla.
El tratado de Schopenhauer es una obra inconclusa: el autor la abandonó varios años antes de su muerte, que le llegó en 1860. Fue publicada póstumamente, en 1864. Eso quiere decir que el proceso que comenzó en la Edad Media llevaba casi siete siglos de eficaz desmantelamiento y disolución de la retórica. El filósofo no habla de ella porque su vida aconteció durante los últimos años antes de su redescubrimiento (el darkest before the dawn del proverbio inglés). Para él, lo que para los griegos y latinos fue «el arte, tejné, de encontrar en cada caso aquello que sea apto para persuadir» (Cano, 2000: 13) era tan solo su sombra: un catálogo de figuras, más relacionadas con la poesía que con la argumentación. Recién a finales del siglo XIX y a comienzos del XX, se empezará a gestar lo que hoy conocemos como Nueva Retórica.


Bibliografía
BARTHES, Roland (1993), "La retórica antigua" en La aventura semiológica. Buenos Aires: Paidós.
CANO, María Fernanda (2000), Configuraciones. Buenos Aires: Cántaro.
QUINTILIANO, Marco Fabio (1916), Instituciones oratorias. Madrid: Perlado y Páez.
SCHOPENHAUER, Arthur (2011), "El arte de tener siempre la razón" en El arte de tener siempre la razón y otros ensayos. Buenos Aires: Punto de lectura.



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[*] Nota al pie: Permítaseme una digressio. Esta idea puede leerse, depurada de ironía, y coloreada de metáfora, en Shakespeare: «Angels are bright still, though the brightest fell» (Macbeth, Acto IV, escena 3).