viernes, junio 08, 2018

La tierra baldía, de T.S. Eliot (otro fragmento traducido)

Ya subí acá la primeras páginas de mi traducción de The Wasteland. Este es otro fragmento, no consecutivo.



Ciudad irreal,
bajo la niebla parda de un amanecer de invierno,
una multitud pasó sobre el puente de Londres, eran tantos;
nunca imaginé que la muerte haya borrado a tantos.
Suspiros -cortos e infrecuentes- eran exhalados,
y cada cual fijaba la mirada en sus pies.
Fluyeron colina arriba y cuesta abajo en King William Street,
donde la Saint Mary Woolnoth da las horas
con un sonido muerto en el golpe de las nueve.
Entonces vi a un conocido, y lo paré de un grito: "¡Stetson,
vos que estuviste conmigo en los barcos en Mylae!
Ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
¿ha empezado a brotar? ¿Florecerá este año?
¿O la repentina escarcha arruinó su lecho?
¡Mantené lejos al perro, amigo del hombre,
o con sus garras lo desenterrará!
¡Vos, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère!".


(Mayo 2018)

miércoles, octubre 18, 2017

La tierra baldía, de T. S. Eliot (traducción propia)


Hace unos meses, de puro aburrido, y para pelearle a la traducción que manejaba, me puse a traducir The Waste Land. Aquí las primeras dos páginas:


Abril es el mes más cruel, engendrando
lilas en la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, agitando
leves raíces con la lluvia de primavera.
El invierno nos mantuvo abrigados, abriendo
la tierra con la nieve del olvido, alimentando
una pequeña vida con tubérculos secos.
El verano nos sorprendió, llegando al Starnbergesee
con un chaparrón; nos detuvimos en la glorieta,
y continuamos bajo el sol, por el Hofgarten,
y bebimos café, y hablamos una hora.
Bin gar keine Russin, stamm' sus Litauen, echt deutsch.
Y cuando éramos chicos, en lo de mi primo
el archiduque, él me llevó en un trineo,
y yo tenía miedo. Él dijo: Marie,
Marie, agárrate con fuerza. Y salimos nomás.
En las montañas una se siente libre.
Leo mucho por la noche, y voy al sur en invierno.
¿Qué raíces prenden, qué ramos crecen
de estas ruinas pedregosas? Hijo del hombre,
no puedes decirlo, ni adivinarlo, pues sólo sabes
un montoncito de imágenes rotas donde el sol golpea
y el árbol muerto no ofrece refugio, ni el grillo alivio,
ni ruido de agua la piedra seca. Sólo
hay sombra bajo esta piedra roja
(entra a la sombra bajo esta piedra roja),
y voy a mostrarte algo diferente, tanto de
tu sombra a la mañana siguiéndote detrás
como de tu sombra en la noche alzándose a tu encuentro;
voy a mostrarte el miedo en un puñado de polvo.


T. S. Eliot

lunes, diciembre 12, 2016

Influencias renacentistas en el Quijote: traslaciones, formas, funciones.



Cervantes nació durante el apogeo del Renacimiento, y vivió las fuertes problematizaciones que, a comienzos del siglo XVII, trajo el abandono de ese pensamiento. Pueden verse en el Quijote, en medio de los elementos novedosos del Barroco, algunos aspectos renacentistas. Nuestro propósito es señalar algunos. Para mejor aprovechar el espacio, nos concentraremos en los capítulos XI a XIV, es decir, la historia de Grisóstomo y Marcela.
En el capítulo XI, llega don Quijote, malherido por el trance con el vizcaíno, al mundo pastoril de dos cabreros, que lo recogen a él y a su escudero. Mientras comen en silencio, nuestro caballero suelta un de sus ‘razones’, inspirada en sus lecturas: el discurso sobre la Edad de Oro. En éste leemos: “Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparente aguas les ofrecían. (…) Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia” (CERVANTES, 2002, pp. 169-170). Don Quijote retoma el tópico del locus amoenus, para alabar la época pasada, con el resultado característicamente cervantino: terminado su discurso, los cabreros lo miran en silencio, “embobados y suspensos”. La memoria idealizada del pasado es recibida con frialdad por los rústicos cabreros del presente.
Otros elementos hay, cuya función suele ser contrastar con la realidad no idealizada del narrador (y de Sancho). En el capítulo XIII, don Quijote invoca a su “enemiga”, refiriéndose a Dulcinea. Es curioso ese uso casi antifrástico para llamar a la amada. Recuerda el canto de Salicio en la Egloga I: “Si en pago del amor yo estoy muriendo, / ¿qué hará el enemigo?” (vv. 96-97). De hecho, de aquí en adelante, Garcilaso de la Vega será el interlocutor velado de Cervantes en lo que dure el mundo pastoril. Pero volvamos a la novela. Invocada Dulcinea, don Quijote realiza su retrato, con todas las hipérboles y metáforas propias de la descriptio puellae, “pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas” (CERVANTES, 2002, p. 186).



Llego al punto central de estas reflexiones: la Canción desesperada de Grisóstomo. No la componen, como al canto “rústico” de Antonio del capítulo XI, versos octosílabos, sino endecasílabos. Esta métrica es otro rasgo renacentista, introducida desde Italia, cuyo principal exponente en esta época es Garcilaso. Puede leerse la canción de Grisóstomo como un juego interdiscursivo de contrastes entre el Renacimiento y esta nueva visión de mundo, el barroco. En parte, por aquel verso de la Égloga II que Cervantes hace suyo: “salgan con la doliente ánima fuera” (CERVANTES, 2002: 192). El verso de Garcilaso es ligeramente distinto: “echa con la doliente ánima fuera”. (Cervantes lo usa otras veces en el Persiles y en la Galatea.) En parte también, por el “agorero graznar de la corneja” que menciona pocos versos antes. La corneja y sus vaticinios ya aparecen en el Poema del Cid, pero también Salicio la nombra en la primera Égloga:

Bien claro con su voz me lo decía
la siniestra corneja, repitiendo
la desventura mía (vv. 109-111).

Si nos detenemos en ella es porque Cervantes la ubica en la misma estrofa que el verso saqueado a Garcilaso, apenas seis versos antes. Pero no solo por esto vemos aquí interdiscursividad; la relación va más allá.
Un lector activo, y en busca de prodigios, podría trazar un cierto paralelismo entre Grisóstomo y Salicio. Ambos, pastores apenados por una moza que no los quiso, y que ofendidos por el rechazo, cantan en el llano, en compañía de la naturaleza. Ambos, también, dicen “morir por amor”. Salicio, “estoy muriendo, y aún la vida temo” (v. 60); Grisóstomo, más lacónico, “Yo muero, en fin” (CERVANTES, 2002, p.193). Los celos y el desdén de la ‘enemiga’ aparecen en ambos cantos.
Una lectura cruzada como la que proponemos ofrece el siguiente efecto. El pastor de Cervantes, para cantar su pena, dice necesitar los rugidos, arrullos, bramidos, y aullidos de distintas fieras; el león, el lobo, la serpiente, pero también el búho y la ‘tortolilla’, deben unir sus voces “en un son, de tal manera / que se confundan los sentidos todos” (CERVANTES, 2002, p.192). Por su parte, Salicio propone una mezcla semejante:

La cordera paciente
con el lobo hambriento
hará su ayuntamiento,
y con las simples aves sin ruido
harán las bravas sierpes ya su nido. (vv. 161-165)

En ambos está la misma imagen, aunque ilustrando distintas ideas: la ruptura del orden de la naturaleza, las discordias juntadas, tomada de la Égloga VIII de Virgilio[1]. El retorno a la literatura grecorromana y a su mitología es otro rasgo del Renacimiento, traído a la canción de Grisóstomo en el pasaje comentado, además de las menciones posteriores a Tántalo, Sísifo, Ticio y Egión.
Como dijimos, la función de estas traslaciones suele ser en Cervantes el contraste. A la Canción desesperada sigue la defensa de Marcela, que había sido calificada, en el ímpetu elegíaco de Grisóstomo y sus amigos pastores, de homicida. El autor contrapone al puro sentimiento ofendido, la oratoria racional de la mujer.



[1] En la (pertinente) traducción de Fray Luis de León:

Casó Nise con Mopso; ¿qué mixtura
no templará el amor? El tigre fiero
pondrá con la paloma, y por ventura
en uno pacerán lobo y cordero.

Puede consultarse, asimismo, ISAÍAS 11:6.

lunes, septiembre 05, 2016

Las formas y los sentidos de la muerte en las Coplas de Jorge Manrique, y en la Égloga I de Garcilaso de la Vega.



El propósito de este trabajo, aunque el título es ya elocuente, es analizar las nociones de la muerte en las Coplas de Manrique y en la segunda parte de la Égloga I de Garcilaso, correspondiente al ‘canto de Nemoroso’. Es en esta última mitad, inmediatamente después de la invocación a las musas, donde la muerte abarca plenamente el tema del texto.

Antes de avanzar con el estudio de la muerte en las Coplas, veamos qué podemos decir de las formas y sentidos de la vida. Stephen Gilman recoge la idea, usual en la crítica manriqueana, de una estructura ternaria del poema, dada por la presencia de tres tipos de vida; en orden de aparición: la vida eterna (“Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar”, vv. 49-51), la vida terrenal (“Ved de cuán poco valor / son las cosas tras que andamos”, vv. 85-86), la vida de la fama (“otra vida más larga / de fama tan gloriosa”, vv. 412-413). La primera aparece durante la exhortación inicial, propuesta como descanso después del ‘viaje’ del vivir. Esta vida, prometida al buen cristiano, deja opacada a la segunda vida, perteneciente al terreno de lo sensorial, el lugar de los placeres efímeros, con sus brillos engañosos. La vida de la fama (“más larga”) es la que queda cuando un gran héroe muere, relacionada con el honor acumulado con sus acciones.
Ahora bien, cada una de estas tres vidas cuenta con su tipo de muerte. En primer lugar, tenemos una ‘muerte genérica’, correspondiente a la vida eterna. Es una muerte impersonal, parte del proceso natural de la vida. Es niveladora, además, de todas las clases sociales. Es la muerte que viene “tan callando”.
En segundo lugar, hay una muerte mecánica, fría, lejana, que se corresponde con la vida terrenal. En el poema, es aludida a través de metáforas, como la de la flecha (lanzada, entendemos, por un arquero mudo y escondido): “todo lo pasas de claro / con tu flecha” (vv. 287-288). Gilman ocupa poco menos de una decena de páginas en explicar esta segunda muerte, y concluye: “Ante todo, es repentina e inesperada. Es una muerte que “amata” sin motivo (…) Las metáforas sugieren también una terrible desproporción de tamaño y de sentido entre víctima y verdugo” (GILMAN, 1959, p.316). No responde, pues, a una necesidad genérica, como la primera; tampoco constituye, como sí la tercera, la culminación de algo que se ha gestado durante toda una vida.
Por último, está la muerte personificada, relacionada con la vida de la fama y los honores, pues se trata de una muerte caballeresca, ganada por el maestre por una vida de hazañas heroicas. La muerte llama a la puerta y dialoga con don Rodrigo. Esta actitud contrasta con la flecha mecánica, llegada de lejos, así como con la muerte genérica que viene “tan callando”. Desde la lógica interna del texto, Manrique, con el mecanismo de las tres muertes, sugiere que estos ceremoniales son dignos de un héroe de la alta nobleza, y no de cualquier hombre o mujer. Gilman observa que el poeta, dada esta cortesía caballeresca de la muerte personificada, “logra que la muerte, dejando de ser una figura del espanto y de la incomprensión, se convierta en un ser adecuado a su padre, un caballero igual a don Rodrigo” (GILMAN, 1959, p.310).

Cabe aclarar que en las Coplas la muerte, propiamente dicha, es abstracción pura, de ahí su personificación final; otra cosa es la experiencia concreta del ‘morir’, metaforizada a lo largo del poema. Hemos seguido aquí los usos de la crítica utilizada; hablamos entonces de “muerte” para referirnos a ambos casos. Podemos sin embargo aclarar que, de las tres formas de la muerte analizadas, la primera y la segunda encarnan la experiencia concreta metaforizada  (el ‘mar’, el ‘rocío’, la ‘flecha’, etcétera); la tercera forma, en cambio, pertenece a la muerte en tanto abstracción.



En Garcilaso, más precisamente en el canto de Nemoroso, la muerte es también el tema principal. El pastor ha perdido a su amada, de modo que en primer lugar el discurso sobre la muerte toma la forma de un descargo. Se trata de un canto elegíaco, y al tiempo que se lamenta por el bien perdido, increpa al "miserable hado” (v. 259). Elisa, la mujer de Nemoroso, ha muerto al dar a luz, siendo aún joven (“antes de tiempo dada / a los agudos filos de la muerte”, vv. 261-262); de ahí la naturaleza del reclamo: el pastor compone una primera queja contra “la dureza de la muerte airada” (v. 340) y aun contra la desprotección de los dioses.
Pero, como en Manrique, antes de analizar las significaciones de la muerte, debemos considerar las de la vida. Nemoroso habla de una noción negativa de vida –la del momento de la enunciación–, y de otra, positiva, apenas aludida. Esta última es el pasado, los días vividos con Elisa: "memorias llenas de alegría" (v. 252). Esa vida se deshace con la muerte de la mujer. Lo que queda es una sombra, "noche tenebrosa, escura" (v. 367), de la vida anterior.  El locus amoenus que compartieron de hecho se oscurece en las estancias quinta y sexta del su canto (vv. 296-323).
Tenemos entonces, como dijimos, una primera actitud de reclamo ante la muerte[1]. Esta concepción puede asociarse a la segunda forma analizada en las Coplas: no la muerte natural, genérica, sino fría y lejana, como la flecha lanzada por un arquero indiferente, que puede irrumpir en cualquier momento, ajena a la lógica de lo esperable.
Este reclamo tiene dos destinatarios: el hado y los dioses. Para ser precisos, es Diana, o Lucina –como la nombra–, la "rústica diosa" (v. 379) a la que culpa por su distracción. Lucina, además de ser  protectora de los cazadores, y cazadora ella misma, es la diosa que asiste en los partos difíciles. Horrorizada por la visión de los dolores del parto, se dedica a la castidad, y, en consecuencia, oculta su amor por Endimión, a quien suele contemplar mientras él duerme. A la caza y a Endimión, respectivamente, se refieren los versos que preguntan: “¿Íbate tanto en perseguir las fieras? / ¿Íbate tanto en un pastor dormido?” (vv. 380-381).
Este es el punto más alto del reclamo; luego de la catarsis, se da pie a una nueva concepción de la muerte, que es a un tiempo reconciliación y ascenso. Debemos recordar que la vida cambia después de la partida de Elisa, oscureciéndose. A este respecto, es interesante el efecto que se logra en los versos:

...mi vida,
que es más que el hierro fuerte,
pues no la ha quebrantado tu partida (vv. 264-266) [2].

La fatal invariabilidad del ‘hierro’ lo lleva, en los versos siguientes, a completar la imagen, a “forjar” in mente la cárcel en que su vida se ha transformado:
y lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa (vv. 292-295).

La vida pasa a ser una cárcel, y la muerte, por ser donde está la mujer amada, se convierte en el nuevo lugar ideal. Así surge la segunda forma de la muerte en la Égloga I: el paso al paraíso, pero no un paraíso cristiano, de plenitud y unidad con Dios, sino un ámbito igual al terrenal, salvo que eterno. Nemoroso pide a Elisa que apure las gestiones celestiales de su muerte:
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda (vv. 398-399).

Otra vez, si la vida es una cárcel, la muerte es liberación. Una vez en el cielo –razona el pastor– podrá con su amada buscar "otro llano", "otros montes y otros ríos" (vv. 402-403), por los que pasearán nuevamente juntos, “sin miedo y sobresalto” (v. 407) de volver a separarse.




[1] Si nos detenemos en las formas metafóricas menores de la muerte –como para ofrecer cierta simetría comparativa con respecto al ‘mar’ y a la ‘flecha’ de Manrique–, podemos señalar que Garcilaso retoma la imagen clásica de las Moiras o Parcas. La mención, ya citada, de "los agudos filos de la muerte" que cortan esa "tela delicada", es una leve variación y referencia al hilo de la vida y al proceso al que era sometido: una de las Moiras hilaba, la otra enrollaba y la tercera cortaba.
[2] En todos los versos, los destacados son míos.

jueves, julio 14, 2016

Lifelike: A propósito de La uruguaya de Pedro Mairal



El junio de 2016, poco después de publicada la novela, Mairal asistió a un evento en la Universidad Nacional de San Martín, dedicado a la poesía y la tradición. Allí contó una anécdota: cierta vez, a un amigo suyo, que llevaba un blog sobre su experiencia en los Estados Unidos, le recomendó que escribiera una novela a partir de su crónica. El amigo siguió su concejo y le envió poco después un fragmento para que lo comentara. El texto, tan natural en su primer intento, ya no era el mismo: donde antes decía «cara» ahora decía «rostro», etcétera. Había perdido eso que Mairal había descripto como «escritura viva».
La última novela de Pedro Mairal, La uruguaya (2016), narra un martes en la vida de un hombre de mediana edad que, asfixiado, abandona su hogar y a su familia, mujer e hijo, su rutina, para ir a vivir una aventura al Uruguay. Por sobre la situación sentimental del personaje, por sobre sus reflexiones acerca de la paternidad y la clase, por sobre la relación dinero-lenguaje (que abarca algunas de las páginas más interesantes de la novela), me interesan dos aspectos: el estilo inventivo, casi lírico, de la prosa y las ideas del personaje, un escritor profesional, sobre la novela como género. Cabe aclarar que el personaje, Lucas, es un escritor bastante conocido, que recibe un adelanto en dólares por dos libros; entre ellos, una novela que aún no ha empezado a escribir. Debe escribirla «como pagando una deuda» (p. 144). Proyecta una novela ideal; escribirá otra muy distinta, pero concreta.  





«Pólvora verbal»

En primer lugar, pese a lo aparentemente mundano (apariencia trabajada, desde luego) del argumento, la prosa está llena de creaciones verbales, es rica en cronolectos y sociolectos que Mairal toma, desfigura y renueva; y no se ve además ninguna solemnidad en ella: el narrador juega con el lenguaje como en un blog, como en Twitter, como en un mail a un amigo. Esto último se justifica por el destinatario del discurso ficcional (o el narratario, si nos remitimos a términos narratológicos), su ex mujer, a la que confiesa sus aventuras sexuales.
Para mitigar la pretensión literaria –como dije, invisible en La uruguaya–, una de las técnicas más usadas en la novela consiste en las variaciones sobre un tema: el narrador de vez en cuando choca en su discurrir con algo cuya descripción no puede agotarse en pocas palabras. «Cuando se escribe, creo, es difícil convencer al lector de que una persona es atractiva» (p. 37). A esa dificultad (que puede ser aplicada en un sentido general: es difícil convencer al lector, punto) Mairal responde con estas insistencias. Véase, por ejemplo, las dos páginas en las que difama irritado a todos los «médicos hombres». Allí, como muchas veces a lo largo del relato, formula y reformula ideas vecinas sobre un mismo objeto; estas insistencias tienen la impronta del juego verbal, de la injuria creativa:
Hijos de puta, abusadores matacaballos, carniceros prepagos, sumando comisiones de cesáreas innecesarias, atrasando la operación para después de su semanita en Punta del Este, maltratadores seriales, ladrones del tiempo y la salud, ojalá les llegue un infierno eterno de sala de espera con revistas pegoteadas, aprovechadores parados en su columnata griega (pp. 27 y 28).
Varios enunciados cortos seguidos de comas, variando –insistente, catárticamente–  sobre un solo tema. Esta es la versión Mairal de la «escritura viva», la escritura de blog: lúdica, sin vanidades, sin imparcialidad. Ahora bien, la parte viva en estos artificios es –como siempre en la literatura– ficticia. El criollismo de la gauchesca no respondía a la realidad discursiva de los gauchos, sino a la invención de los autores; las novelas de la transculturación no reprodujeron el mestizaje, sino que lo recrearon; tampoco La uruguaya habla una lengua viva, sino que la renovación de ciertas posibilidades narrativas, nacidas además con el nuevo siglo, la hacen parecer viva (lifelike).

La «novela total»

El personaje es un joven escritor argentino, de cuarenta y cuatro años, que no haríamos mal en imaginar con las características físicas del propio Mairal. Este escritor (Lucas, el personaje) planea una novela. En ella contará –proyecta– la historia de un hombre de mediana edad que, asfixiado, abandona su hogar y a su familia, mujer e hijos, su rutina, para ir a vivir aventuras al Brasil. Hasta aquí, el argumento es un calco. Así describe el proyecto: «mucho sexo, y lanchas por los grandes ríos y contrabando, drogas, chamanes, balazos (…), ése iba a ser mi Ulises (…), mi novela total» (p. 62); en su escapada al Uruguay vemos una especie de reducción de aquello: el contrabando se reduce a una evasión de impuestos (quince mil dólares ocultos en un cinturón de viajero); las lanchas y los grandes ríos se reducen al Buquebús, tan tranquilo que adormece; los balazos se reducen a unas patadas; el sexo, a la persecución frustrada del sexo.
Ahora bien, hacia el final de la novela, el «gurú» literario del personaje le aconseja que escriba, en vez de la historia de contrabando y tiros, sobre lo que le pasa en ese momento, es decir, que escriba La uruguaya. El personaje no toma en serio la sugerencia, pero luego comenzará, evidentemente, la narración. Hay en esto una reflexión acerca del posicionamiento del escritor respecto del canon. El paso de la ambición de la «novela total», que asocia en el relato con el Ulises de Joyce o el Gran Sertón de Guimarães Rosa, a la novela escrita.
«¿Cómo voy a escribir con mi hijo colgado de mis pelotas, leyendo a diez mil alumnos a la vez, dando clases…? ¿Qué carajo voy a escribir así?», pregunta el escritor. «Escribí sobre eso», responde el gurú (p. 145). Este personaje (al parecer, basado en Félix Della Paolera) da inicio a una serie de reflexiones paralelas, cuya relación queda a cargo del lector. En el Uruguay, el personaje compra un ukelele como regalo para su hijo, aunque luego él mismo aprenderá a tocarlo. Dirá: «Entendí que prefería tocar bien el ukelele que seguir tocando mal la guitarra, y eso fue como una nueva filosofía personal» (p. 154). La guitarra no es relevante en la novela, salvo como una frustración más, latente como algo externo al relato, pero que, según nos sugiere el narrador-personaje, tiene importancia en su vida cotidiana. Abandona entonces la guitarra, el instrumento ideal, y así lo explica: «siempre me quedó grande (…), demasiadas cuerdas para tener en cuenta, demasiadas notas en ese puente» (p. 153; el resaltado es mío). Ese «quedar grande» pareciera ser la clave para entender el alcance de su revelación: la vida que llevaba antes del viaje le quedaba grande, y vuelve de su aventura resuelto a terminar con esa situación; lo mismo aplica a la guitarra y a la novela.



Pedro Mairal, La uruguaya. Buenos Aires: Emecé, 2016. 167 páginas.

domingo, abril 03, 2016

La locura y el método: Encuentros y divergencias entre Baudelaire y Rimbaud




Though this be madness,
yet there is method in’t.

SHAKESPEARE, William,
Hamlet, acto 2, esc. 2




Introducción

La poesía de Charles Baudelaire influyó sobre Arthur Rimbaud y estableció el carácter general del movimiento que los agrupa, el simbolismo. En lo formal, varían, pero los ardores estilísticos de Una temporada en el infierno (1873) pueden pensarse como  consecuencia y profundización de libertades que ya figuraban en los Pequeños poemas en prosa (1862).
Para mejor discurrir sobre estos autores, ubiquémoslos en un contexto social, político y estético; consideremos, digo, su circunstancia. Baudelaire escribe durante el Segundo Imperio, vive el proceso de reformas que Napoleón III encargó al Barón Haussmann, ve la ciudad cambiar y plasma el vértigo del cambio en sus versos. En este sentido, más que como el poeta de la modernidad, podemos pensarlo como el de la modernización.
Arthur Rimbaud no es un escritor, en el sentido profesional del término. Es ajeno a todas las prácticas y a los mecanismos de legitimación habituales de la época, lo que cobra importancia si entendemos que vive y escribe en un campo cultural autonomizado. Ya en esos años, había habido varias generaciones de escritores profesionales. La consagración de Rimbaud significó en parte la muerte de la noción ingenua de la literatura: ahora sus más altos picos podían ser erigidos por no-escritores.
Los dos autores coinciden en algunos puntos, que cabe señalar: ambos buscan un modo de resistencia en la rebeldía (hablamos aquí del yo poético de cada uno, y no de sus vidas personales, sobre las que ya diremos algo); ambos miran de lejos los valores burgueses y se mofan de ellos; ambos hacen de la trasgresión un método.

El hombre rebelde



Jean Paul Sartre ha analizado esta actitud en Baudelaire, en quien ve un esfuerzo por mantener las normas que lo juzgan culpable, porque al mismo tiempo determinan su rol de "rebelde fijo". Sartre señala el goce que el poeta deriva de la culpa, del furor y del enfrentamiento parcial. En ningún momento intenta subvertir el orden que pesa sobre él; busca horrorizarlo, levantarse contra él, en una negación perpetua. Una conducta meramente antitética, que no quiere resolver ni superar, pues esa superación incluiría su eliminación, su desamparo. Escribe Sartre que Baudelaire desde temprano se convence de su “singularidad formal”, que lo aleja del mundo y que justifica su falta de aptitudes para funcionar en el ámbito social. Esta singularidad tiene que manifestarse continuamente en oposición al orden, pero sin atentar verdaderamente contra él. En palabras de Sartre: “En el seno del mundo establecido es donde Baudelaire afirma su singularidad”, y más adelante:
El revolucionario quiere cambiar el mundo (…); el rebelde se ocupa de mantener intactos los abusos que padece para poder rebelarse contra ellos. (…) No quiere decir destruir ni superar, sino tan sólo levantarse con el orden” (SARTRE, 1984: 35).
El caso de Rimbaud es distinto, pero acaso sean variaciones sobre un mismo tema. Rimbaud es consciente del absurdo que envuelve su rebeldía, y él mismo la exagera y la ofrece al lector bajo una luz irónica. Es lo que leemos en una de las primeras imágenes de Una temporada: “Llamé a los verdugos para morder la culata de sus fusiles mientras perecía” (RIMBAUD, 2004: 47). El joven ejerce una resistencia ridícula, que él mismo expone críticamente. Lejos este mecanismo de la "rebeldía fija" de Baudelaire. Este último se ha definido por oposición al orden dominante (no necesariamente en sentido político, sino también doméstico –piénsese en el padrastro del poeta) y requiere, entonces, de su contrario para no perder su lugar en el mundo.
Un elemento interesante de estudiar es el tedio, que aparece en las obras de los dos poetas; célebremente en Baudelaire, y en Rimbaud de modo muy secundario. Aclaremos antes algunas cuestiones terminológicas. El spleen baudelairiano es un concepto utilizado más en los títulos que en los textos mismos. La palabra que vuelve una y otra vez es ennui, traducida al castellano de varias maneras: tedio, hartazgo, hastío, congoja y hasta melancolía, según las conveniencias métricas del traductor. Podemos plantear un rastreo en las obras de Rimbaud, y descubrir enseguida que el ennui no tiene el peso que tiene en Baudelaire. En Iluminaciones, aparece como el tedio ante la calma que sucede al diluvio (RIMBAUD, 2004b: 12), o como la carga de los que viven ajenos al genio (2004b: 93).
Además, este rastreo nos lleva a cierta página de Una temporada: “El hartazgo [L'ennui]  no es más mi amor” (RIMBAUD, 2004: 63). El poeta menciona a continuación “las iras, las desmesuras, la locura” –esto es, las características principales del poeta maldito– para declarar que abandona “todo ese fardo”. Tal vez esa línea sea la ruptura oficial, en voz alta, de Rimbaud con la metafísica baudelairiana, que, por otro lado, conocía a la perfección. Se aleja, entonces del poeta admirado, pues representa a las “celebridades de la poesía moderna” que ahora le resultan “irrisorias” (RIMBAUD, 2004: 87). (Parte de su estética, sin embargo, está fundada en los vaivenes; sin opiniones ni certezas inamovibles, es posible que el alejamiento con respecto a Baudelaire sea un estado momentáneo de su imaginación.) Leamos esta otra línea, que sigue a las ya citadas: “Ya no seré capaz de pedir el consuelo de una golpiza” (ibíd.). ¿No está aquí también otro rasgo baudelairiano? Retomemos las ideas de Sartre.
Como dijimos, Baudelaire no busca subvertir los valores burgueses, la norma que lo reprueba. No logró (¿no se atrevió? ¿no quiso?) reinventar los parámetros que le eran impuestos. El Bien y el Mal que lo condenaban eran parámetros ajenos; Baudelaire los alimentó y se sometió a ellos, extenuando la marginalidad que creía natural en él. Una posible salida planteada por Sartre (1984: 34) se enuncia así: hay que crear una moral propia, el Bien y el Mal de cada uno. Esto quiere decir que la estructura moral impuesta tiene el peso que le damos, que no es absoluta y que puede roerse, ser derribada y reconstruirse. Quien no legitima esa estructura represiva está libre de ella. O, en palabras de Rimbaud:
Yo creo en el infierno, entonces estoy en él. Es la ejecución del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, han incitado mi desgracia y la de ustedes mismos. ¡Pobre inocente! El infierno no puede atacar a los paganos (RIMBAUD, 2004: 69-70; las cursivas son nuestras).


La multitud

La rebeldía de la que venimos hablando no se lleva a cabo contra un orden abstracto, etéreo, sin rostro; más bien, ese orden  ha sido establecido (y es continuamente actualizado) por la conducta concreta de una porción de la sociedad: un grupo influyente y numeroso, computable en "muchedumbre". El oponente es la moral burguesa. Analicemos entonces la forma de ver a la sociedad y las complejas relaciones que con ella traza cada uno. Para esto, veamos qué actitud toman frente a la soledad. Sobre este punto reflexiona Sartre cuando explica las mencionadas debilidades de Baudelaire:
[L]a alteridad que reclama nada tiene en común con la gran soledad metafísica que es el destino de cada uno. (…) Y esto es precisamente lo que aterroriza a Baudelaire. La soledad le causa terror. Cien veces la menciona en las cartas a su madre, la llama «atroz», «desesperante». (SARTRE, 1984: 36; las cursivas pertenecen al original).
La mirada del Otro es siempre constitutiva, pero este es un caso extremo, y el pormenorizado análisis de Sartre sugiere un origen patológico. Rimbaud presenta, en cambio, una solidez que Sartre pareciera considerar ejemplar cuando destaca: “la gran soledad libre, la elección de sí mismo en la angustia que serían el patrimonio y el destino de (…) Rimbaud” (SARTRE, 1984: 91).
Efectivamente, la soledad aparece en los textos como una contingencia. “¡Pero ni una mano amiga!” (RIMBAUD, 2004: 122), se lamenta hacia el final de Una temporada, para corregirse una página después: “¿Qué hablé sobre una mano amiga? Una buena, buena ventaja es poder reírme de los viejos amores mentirosos, y cubrir de vergüenza a esas parejas estafadoras” (2004: 123). Es mucho más fuerte en él la repulsión que le causa la falsedad de las relaciones humanas. La cita anterior, y el poema todo, concluye diciendo: “…y me será concedido poseer la verdad en un alma y un cuerpo” (2004: 124). He aquí la “elección de sí mismo en la angustia” que menciona Sartre.
Señalemos, sin embargo, un detalle: no hay ascetismo. En ninguno de los dos. Baudelaire, como sabemos, se pierde entre la “muchedumbre”, se deja arrastrar como una mercancía y lo mira todo, sin participar activamente en nada; ya en los pasajes y el boulevard, escenario habitual del flâneur, ya en el puerto o desde un balcón, donde experimenta “una suerte de placer misterioso y aristocrático” (BAUDELAIRE, 1995: 48). Walter Benjamin lo resume así: “Baudelaire amaba la soledad; pero la quería en la multitud” (BENJAMIN, 1972: 65).
Pero tampoco en Rimbaud, que acepta con altivez la soledad, hay “vida retirada”, en el sentido ascético. Pues, si bien en Rimbaud hay una renuncia (manifestada tanto en el yo poético como en la vida del autor), esta se produce en sentido inverso: no se abandona el “mundanal ruido”, sino el genio, y no hay retiro, sino inmersión en la cotidianeidad burguesa. Albert Camus ha hecho notar que la figura de Rimbaud se ha construido sobre su renuncia y no sobre su verdadera grandeza, su poesía: “Rimbaud no fue el poeta de la rebelión sino en su obra. Su vida, lejos de justificar el mito que suscitó, ilustra solamente (…) un asentamiento al peor nihilismo” (CAMUS, 2007: 106).
Rimbaud en África, mucho después de abandonar la poesía.

Reflexión final

Ambos, también, podrían considerarse parte de un fenómeno que Terry Eagleton examinó en las letras inglesas, pero que excede los límites de esa nación. Eagleton sostiene que en el siglo XIX, con la consagración de la burguesía y del capitalismo industrial, el papel del escritor surgió como respuesta a la nueva mentalidad utilitarista. Así, la literatura de la época resulta: “uno de los escasos enclaves en que los valores creativos olvidados (…) por el capitalismo industrial pueden celebrarse y reafirmarse. La “imaginación creadora” puede presentarse como imagen de la clase trabajadora no alienada” (EAGLETON, 2009: 32). Así como la imaginación trascendental del romanticismo importaba una crítica del empirismo y el racionalismo, nuestros poetas ofrecían resistencia contra el positivismo científico:
“La raza inferior ha invadido todo, -el pueblo, como le dicen, la razón, la nación y la ciencia. (…) ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química! (…) La ciencia, ¡la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo marcha!” (RIMBAUD, 2004: 54).
Pero el análisis de Eagleton va más lejos. Concluye la idea: “Privado de sitio propio dentro de los movimientos sociales que realmente habrían podido transformar el capitalismo industrial en una sociedad justa, el escritor se vio más y más empujado al aislamiento de su mente creadora” (EAGLETON, 2009: 33). Tanto Rimbaud como Baudelaire se marginalizan, se refugian en diferentes ámbitos, inclusive opuestos. Así como existe afrenta en la imaginación, también existe una comodidad para el escritor: la imaginación se convierte en la zona de confort del que podría haber sido representante de las masas.





Bibliografía

BAUDELAIRE, Charles. Las flores del mal. Madrid: Planeta, 2000.
——. Pequeños poemas en prosas. México: Coyoacán, 1995
BENJAMIN, Walter. Iluminaciones II. Madrid: Taurus, 1972.
BLANCHOT, Maurice. “Después de Rimbaud”, en Falsos pasos. Valencia: Pre-textos, 1977.
BUTOR, Michel. Retrato hablado de Arthur Rimbaud. México: Siglo XXI, 1991.
CAMUS, Albert. “Superrealismo y revolución”, en El hombre rebelde. México: Siglo XXI, 1991.
EAGLETON, Terry. “Ascenso de las letras inglesas”, en Una introducción a la teoría literaria. México: FCE, 2009.
RIMBAUD, Arthur. Una temporada en el infierno. Buenos Aires: Distal, 2004.
——. Iluminaciones. Buenos Aires: Distal, 2004b.
SARTRE, Jean Paul. Baudelaire. Madrid: Alianza, 1984.


miércoles, enero 27, 2016

Resucitar Cartago: Una lectura benjaminiana de Fausto y Enrique de Ofterdingen




Panorámica: Propósito y justificación 

¡Dios de estos tiempos, bastante has reinado ya
sobre mi cabeza, en tu sombría nube!
donde mire, todo es violencia y angustia,
todo se tambalea y se desmorona.
HÖLDERLIN, Friedrich, “El espíritu del siglo”



 
Distintas son, pero ambas problemáticas, las concepciones del pasado, y más precisamente de la historia, que aparecen en las obras de Goethe y de Novalis[1]. En Enrique de Ofterdingen (1802) se idealiza románticamente un pasado de leyenda, mientras que en Fausto (1808 – 1832) todo el pasado es percibido con pesimismo: “Es un cesto de basura, un cuarto de trastos viejos, y a lo sumo un mal dramón histórico con excelentes máximas pragmáticas” (F, 12). Sin embargo, estas visiones aparentemente antagónicas coinciden en un discurso que por momentos tiende al relativismo, a la duda. La verdad sobre la historia humana es altamente codiciada porque es también profundamente desconocida. En ellos está ya la sensación de que la historia que conocemos es un relato parcial, obra de los hombres y sus pasiones.
Para entender esta concepción de la historia, es necesario repasar, a grandes rasgos siquiera, el panorama ideológico, epistemológico y ontológico del siglo XIX alemán. El término modernidad, como concepto acabado, ha sido rechazado por ciertos filósofos en los últimos años[2], de modo que especificaremos la idea. El panorama alemán es el de la modernidad incipiente: la revolución industrial es un proceso que ya se percibe, sin terminar de entenderlo; la burguesía, en ascenso, está aún a medio siglo de su consagración; la patria es un imperio medieval, compuesto por varias naciones, que se tambalea; la Revolución Francesa, que al principio había sido saludada por los jóvenes intelectuales alemanes, termina despertando el rechazo (en palabras de Engels, “odio fanático”) de esos mismos filósofos y poetas, ya maduros; atrás quedaba el siglo de la Ilustración, que dejó profundos efectos negativos en quienes no pudieron sumarse al entusiasmo enciclopedista. (El Sturm und Drang fue la respuesta a la Aufklärunkg, y en parte el antecedente del romanticismo.) A este respecto, Tobin Siebers ha señalado: “El racionalismo hizo que el hombre tuviera que satisfacerse, como un gusano, con agua y tierra, tras haber vivido durante siglos a la luz de una brillante constelación de dioses y milagros” (SIEBERS, 1990: 29). Podemos pensar estas ideas (según Siebers, tomadas de Hegel) como ecos del lamento de Fausto: “No; no me igualo a los dioses. Harto lo comprendo. Me asemejo al gusano que escarba el polvo, y mientras busca allí el sustento de su vida, lo aniquila y sepulta el pie del caminante” (F, 13).
Es una característica, en esta nueva época sin fe, cierto distanciamiento de la concepción clásica de la historia, concepción que llamaremos –apoyándonos en Walter Benjamin– historicista. En su séptima tesis sobre el concepto de la historia, Benjamin llama «historiador historicista», en oposición al historiador materialista, al que «se compenetra» con el vencedor. Así, esta categoría refiere a una visión acrítica de la Historia como ciencia. En el siglo XIX surge, pues, en algunos ámbitos cultos (significativamente, no entre los historiadores), una desconfianza en el relato histórico. El propósito de este trabajo es señalar ciertas condiciones que posibilitaron la aparición, en la década de 1840, del materialismo histórico.


Contra el concepto historicista de la historia



Peu de gens devineront combien il a fallu
être triste pour ressusciter Carthague.
FLAUBERT, Gustave, Salammbô





El caso de Novalis requiere alguna elucidación. Su novela insiste en una idealización del pasado, de modo que pareciera tratarse de una historia acrítica y no, como sugerimos antes, de una problematización. Lo que nos interesa del Enrique está en un diálogo sobre estos temas que tiene lugar en el capítulo sexto. Participan de él Enrique, el viejo minero y el ermitaño, a quien han encontrado en las profundidades de una caverna, donde vive en soledad. Este último reflexiona que la historia solo puede ser alcanzada si se han cumplido algunas condiciones, sobre todo distancia (temporal). También Benjamin, en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, exigirá distancia para el materialista histórico (Tesis VII), pero no se refiere al tiempo, sino a una distancia a la vez crítica y producto del horror (2007: 68). Las conexiones entre estos textos son, de hecho, varias. Podríamos imponerles una organización de contrapunto. Leemos en Novalis: “Sólo aquel a quien todo el pasado se le torna presente consigue descifrar la sencilla ley de la historia” (EO, 149). En ese hacerse presente del pasado podría leerse una suerte de Jetztzeit, el “ahora-tiempo” benjaminiano, generalmente traducido como «tiempo actual» (Tesis XIV y XVIII). “El «tiempo actual» (…) resume en una grandiosa abreviación entera de la humanidad”, explica (2007: 75). Finalmente, dice el viejo minero: “La posteridad buscará sabiamente (…) cada noticia de lo que ha sucedido en el pasado, y ni la vida de un solo hombre, por insignificante que fuese, ha de serle indiferente” (EO, 150). Benjamin considera necesaria esa exhaustividad (Tesis III), pero agrega que “sólo para la humanidad redimida es citable el pasado en cada uno de sus momentos” (2007: 66)[3].
El ermitaño de Novalis terminará proponiendo como historiador ideal al poeta, con lo cual nos acercamos a las ideas de Hayden White, que veremos luego; esto evidencia, por otro lado, que la problematización de la noción historicista está limitada a su contexto teórico. Pero lejos están los personajes de Novalis de la fe en la «ciencia» histórica que dominó gran parte de su siglo.
El caso del Fausto es muy distinto: el doctor mira al pasado con desencanto, desengañado del relato histórico. No por casualidad el siglo XX ha visto en el personaje de Goethe al arquetipo sapiencial del hombre moderno.
En las primeras páginas de la obra, el ingenuo aprendiz Wagner exclama que es un “vivo deleite transportarse al espíritu de los tiempos para ver cómo pensó algún sabio antes que nosotros”. Hasta aquí, la relación con el pasado es la tradicional. A esto, su maestro responde: “Lo que llamáis espíritu de los tiempos no es en el fondo otra cosa que el espíritu particular de esos señores en quienes los tiempos se reflejan” (F, 12). El hombre no puede conocer el pasado más que a través del espíritu refractario de los observadores. (M. H. Abrams cambiaría quizás la metáfora del espejo por la de la lámpara.) En la misma página, Fausto concluye: “el pasado es para nosotros un libro de siete sellos”.
Pero no solo esto. Fausto ve el pasado con horror: “todo ello resulta muchas veces una miseria tal que uno se os aparta con asco al primer golpe de vista” (F, 11). Debemos diferenciar aquí entre el horror asqueado de Fausto y el horror conmovido del ángel de la historia benjaminiano. Menos cínico, el ángel mira el pasado y:
En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina (…). El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas (BENJAMIN 2007: 70).
Una diferencia dramáticamente enriquecedora es que Fausto no termina de compadecerse, y a partir del acto cuarto de la segunda parte se producirá en él un cambio fundamental: resolverá dominar la naturaleza y modificarla, surcarla con canales artificiales, construir nuevos puertos y ciudades nuevas. Fausto no es el ángel de la historia, es el viento huracanado que lo arrastra hacia el futuro; es, en una palabra, el progreso.



“En el principio era la Acción”


Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?
BRECHT, Bertolt, “Preguntas de un obrero que lee”



Marshall Berman (1988: 28 y ss.) ha señalado que Mefistófeles es el lado oscuro de la Creación: “Soy el espíritu que todo lo niega y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado” (F, 23). Observa Berman: “Sólo si Fausto opera con y mediante estos poderes de destrucción podrá crear algo en este mundo” (1988: 39). Así explica Berman el mecanismo de la historia revelado por Mefistófeles: todo lo que se ha creado supuso una fase de catástrofe, y quien desee hacer grandes obras debe estar dispuesto a destruir también a gran escala: dialéctica histórica[4] de la destrucción[5] y la creación[6].
Hacia el final, Fausto –que ha perseguido su fugitivo deseo en vano durante toda la obra– ve con claridad su anhelo y, descartando toda especulación metafísica, comienza a plantear programas de acción concreta.
En el Enrique, la naturaleza aparece en la figura del minero, que se entrega a su oficio para mejor conectarse con ella y conocerla. Busca oro por el placer de encontrarlo, no por su valor como mercancía. En medio de esta visión ahistórica del trabajo y su relación con el capital, el minero reflexiona:
La naturaleza no ha querido ser solamente para un hombre determinado. Cuando uno se apropia de ella se convierte en veneno que no tolera el reposo de su poseedor, y de esta suerte nacen infinitas tribulaciones que son causa de los instintos más salvajes[7] (EO, 137; las cursivas son nuestras).
Esta precisamente es la desmesura (hýbris) de Fausto. Él y –muy en menor grado– Mefistófeles ponen en marcha grandes proyectos colectivos con la ayuda del emperador, que les ha otorgado poder ilimitado para explotar a los trabajadores que necesiten. Friedrich Engels ha señalado prácticas similares en la historia alemana de la época de Goethe. Anota que los príncipes permitían a sus funcionarios de gobierno “toda violencia despótica”, e incluso “pisotear al desdichado pueblo, bajo la única condición de que llenaran el tesoro de su señor” (ENGELS, 2003: 146). El doctor Fausto se ha convertido en el impulsor del progreso, un adalid del desarrollo capitalista más atroz. “Para dar cima a la más grande obra, un solo ingenio basta a mil manos”, exclama (F, 182). De aquí podrían surgir las preguntas del obrero de Brecht; de aquí, las palabras de Walter Benjamin, que contemplaba el «patrimonio cultural» y reflexionaba:
Tal patrimonio debe su origen no sólo a la fatiga de los grandes genios que lo han creado, sino también a la esclavitud sin nombre de sus contemporáneos. No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie (BENJAMIN, 2007: 69).


Después del materialismo histórico

El menoscabo decimonónico de la concepción historicista puede entenderse como un pasaje de la noción de ciencia a la de relato. Roland Barthes ha analizado a nivel discursivo ese relato y ha destacado la importancia del efecto de objetividad, que no es sino la carencia de signos del enunciante. La objetividad colabora con lo que llama «ilusión referencial»; con ella, el historiador simula dejar que el referente “hable por sí solo”. Luego observa:
Esto no es una ilusión propia del discurso histórico: ¡cuántos novelistas –de la época realista– imaginan ser «objetivos» solo porque suprimen los signos del yo en el discurso! La lingüística y el psicoanálisis conjugados nos han hecho hoy día mucho más lúcidos respecto a una enunciación privativa: sabemos que también las carencias de signos son significantes (BARTHES, 1988: 168).
Una base similar es el punto de partida de las teorías de Hayden White, para quien la Historia es una serie de procedimientos poéticos destinada a que el lector establezca un enlace emotivo –siempre ideológico– con el pasado:
Novelists might be dealing with imaginary events whereas historians are dealing with real ones, but the process of fusing events, whether imaginary or real, into a comprehensible totality capable of serving as the object of representation is a poetic process (WHITE, 1986: 125).
La historia es un relato, un texto, y como tal, susceptible a todos los escrutinios que el alcance de la crítica permita. Naturalmente, las teorías aquí planteadas serían impensables en el siglo XIX; ellas suponen pensadores previos que han superado obstáculos epistemológicos y que han abierto el objeto de estudio a nuevas preguntas. Barthes menciona, en el párrafo citado, a “la lingüística y el psicoanálisis”. Lo que vemos en Fausto y Enrique de Ofterdingen es otra cosa, pero ni más ni menos que el germen de estas ideas.


Bibliografía

BARTHES, Roland. “El discurso de la historia”, en El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 1988.
BENJAMIN, Walter. Conceptos de la filosofía de la historia. La Plata: Terramar, 2007.
BERMAN, Marshall. “El Fausto de Goethe: la tragedia del desarrollo”, en Todo lo sólido se desvanece en el aire. Madrid: Siglo XXI, 1988.
ENGELS, Friedrich. “Alemania en la época de Goethe y Schiller”, en ENGELS, Friedrich y MARX, Karl, Escritos sobre literatura. Buenos Aires: Colihue, 2003.
GOETHE, Johann Wolfgang. Fausto y Werther. México, DF: Porrúa, 1992.
NOVALIS. Enrique de Ofterdingen. Barcelona: RBA, 1994
RANCIÈRE, Jacques. El reparto de lo sensible. Santiago: LOM, 2009.
WHITE, Hayden. Tropics of discourse. Essays in cultural criticism. Baltimore: John Hopkins Univ. Press, 1986.


[1] Fausto es citado en la edición de México, DF: Porrúa, 1992. Enrique de Ofterdingen, en la de Barcelona: RBA, 1994. Las citas irán indicadas con las siglas F y EO respectivamente, seguido del número de página.
[2] “[L]a modernidad, principio hoy en día de todas las mezcolanzas que juntan a Hölderlin o Cézanne, Mallarmé, Malevitch o Duchamp en el gran torbellino donde se mezclan la ciencia cartesiana y el parricida revolucionario, la era de las masas y el irracionalismo romántico, lo prohibido de la representación y las técnicas de reproducción mecanizada, lo sublime kantiano y la escena primitiva freudiana, la fuga de los dioses y el exterminio de los judíos de Europa” (RANCIÈRE, 2009: 8).
[3] Puede ser que este vaivén sea un juego, sí, pero está ilustrando una idea que influenció a todo el movimiento romántico, y particularmente al alemán: la libertad interpretativa del lector, consecuencia de la Reforma luterana, y base para toda la crítica actual. Uno de los fragmentos de Novalis reza: “El lector distribuye el énfasis como quiere; hace lo que se le antoja de un libro” (citado en Borges en Revista Multicolor, Atlántida, 1995, página 202, traducido por Borges).
[4] Se da un curioso efecto al releer con estas ideas en mente el parlamento del Espíritu de la Tierra: “En el oleaje de la vida, en el torbellino de la acción, ondulo subiendo y bajando, me agito de un lado a otro. Nacimiento y muerte, un océano sin fin, una actividad cambiante, una vida febril: así trabajo yo en el zumbador telar del Tiempo tejiendo el viviente ropaje de la Divinidad” (F, 11).
[5] Génesis, 6, 7.
[6] Margarita y su familia son términos negados de una tríada cuya síntesis es el desarrollo personal de Fausto.
[7] Sigue la cita: “Por eso la naturaleza va sepultando el fondo de ese dominio personal hasta engullirlo en el abismo”. Después de leer la muerte de Fausto, estas palabras adquieren un nuevo sentido.