jueves, octubre 10, 2013

Soy un bravo piloto de la nueva China






Noticia preliminar

Ernesto Semán, autor de la novela, es hijo de Elías Semán, abogado, escritor y periodista que militó en Vanguardia Comunista, fracción del Socialismo Argentino de Vanguardia, fundada en 1965 junto con un puñado de intelectuales de izquierda de orientación maoísta. Su padre está desaparecido desde el 16 de agosto de 1978.

Ingeniería narrativa

La estructura de la novela es reconocible desde que uno ojea el índice. Cinco partes, cada una de ellas dividida en otras tres: La Ciudad, El Campo, La Isla. Siempre en el mismo orden, Ciudad, Campo, Isla. Como suele suceder, en las historias que al principio se ofrecen separadas por tiempo y espacio, comienzan a identificarse puntos de contacto. En La Ciudad se narra la historia de un geógrafo -Rubén Abdela- cuya madre enferma de cáncer. (Hay algo en los diálogos de los dos, una naturalidad no usual en textos de esta índole; la literatura y el cine nacional nos ofrecen continuamente argentinos que actúan de argentinos.)
En el libro no faltan las sorpresas bien pensadas. La primera que nos depara es la de advertir que El Campo es un campo de concentración; es un centro de detención, con su sala de interrogatorios. El personaje que mueve esta parte de la historia es Capitán, un policía encargado de secuestros y torturas. Como no podía ser de otra manera, la narración está centrada en él por una razón destacable: Capitán duda. Casi no soporta los gritos de los prisioneros, ni los olores de la sala de torturas, siente mareos de vez en cuando, los oídos se le taponan; el lector lo sigue con la vista, esperando que se desmaye, que caiga, pero sigue. Capitán duda, pero hace su trabajo. Junto a él, está el Polaco, su compañero. El Polaco no duda y más bien le molestan las dudas de Capitán. Para el Polaco, lo que pelean es una guerra; para él, el enemigo desaparece para siempre cuando uno lo tira del avión al río.
Puede verse en esta segunda historia (salvo que más tarde comprobaremos que se trata de una sola, gran historia) la dinámica que Adorno veía en Auschwitz: el mal burocrático de la Razón Instrumental. Nos dice Ernesto Semán que, para Capitán, ésa era su idea de un trabajo, que no conocía otra cosa.
La Isla, la tercera historia, es la línea narrativa más libre. La prosa, la atmósfera, hasta el modo de pensar de su protagonista (que no tardamos en comprender que es el mismo Rubén Abdela de la Ciudad) abandonan el carácter mimético de las otras dos secciones. Ante la nitidez realista de los capítulos anteriores, el lector duda unas páginas hasta empezar a aceptar que tampoco el personaje sabe dónde está –qué es esa isla- ni por qué. El ambiente onírico nos prepara para la intervención de personajes del todo fantásticos: Rudolf y The Rubber Lady, la pareja que controla la Isla.



Demonios y humanos

Pascal, en esa ardua apología del cristianismo que son sus Pensamientos, se pregunta por la falsedad de las otras religiones. Toma una resolución que –aun equivocado o no– manifestaba una grandeza de pensamiento. Medita sobre el Corán y se dice que está lleno de oscuridades, de puntos del todo débiles. En el fragmento en cuestión se lee: «No quiero que se juzgue de Mahoma por lo que hay en él de oscuro y que puede hacerse pasar por un sentido misterioso, sino por lo que hay de claro, por su paraíso y por lo demás». Es decir que golpea allí donde más resistencia encuentra. Sabe que, si la razón está con él, debe resistir la tentación de atacar en los puntos débiles.
Ernesto Semán, contando, como todos nosotros, con décadas de demonización, prefiere humanizar a sus personajes. Capitán es el secuestrador, la mano hacedora de los militares desaparecedores, el que traslada los cuerpos heridos, el que los carga en los Falcon; el que, estando en los aviones al despegar, cuenta con el oprobioso privilegio de estar cuando estos descienden. Capitán, pues, el indefendible, no deja de ser humano: está de madrugada en un aeropuerto, esperando órdenes, y se preocupa porque no llegará a tiempo para llevar a su hijo al jardín de infantes.
Los meros demonios son bidimensionales; lo que se les agrega aquí es un pasado que los condiciona o los vuelve más complejos; en una palabra, más profundos. Pero este trabajo de profundización de los personajes  no se detiene en la figura del torturador. Llega a la del mismo padre, el militante setentista Luis Abdela, que postergó las necesidades de su familia en pos de una construcción colectiva, de un entrenamiento y un combate que no llegaba.
En cierta escena de La Isla, Rubén ve a su padre (o quizá lo imagina, o quizá es engañado por Rudolf) charlando con su propio secuestrador, Capitán. Por algunos detalles, sabemos que la escena evidentemente se produce en base a los recuerdos de Rubén. Luis Abdela (el padre desaparecido) responde a un interrogatorio de su captor. Está sentado en un sillón, comiendo queso y dulce: la escena es irreal de puro pacífica. Cuando Capitán se entera de que Abdela no apoyaba a Salvador Allende, se sorprende –para él, los zurdos son un grupo homogéneo–, por lo que Abdela agrega:

Yo venía de China, Capitán, le acababa de dar la mano a Mao. Ochocientos millones de tipos cagándose de hambre en nombre del comunismo, un tipo capaz de transformar su país infinito durante medio siglo, toda la historia de este mundo cambiada de una vez y para siempre, ¿y usted cree que me iba a emocionar con un reformista que se suicidó cuando se le vinieron tres aviones al humo y por el séquito de maricones que lo recordaban en Saint Germain?

Se puede ver aquí una intensión de explicar al padre; quizá no de justificarlo, pero de entenderlo. En otro capítulo, ya en La Ciudad, Rubén y su hermano descubren la larga carta que Luis Abdela escribiera como despedida al irse a China. En ella, Abdela intenta explicarse, es su voz la que habla y nos dice la verdad o nos miente por amor (la carta está destinada a su mujer). No podemos saber si el texto de la carta ha sido totalmente ficcionado, o si responde en parte a una carta manuscrita que Semán conserva, o si es la transcripción textual de ese original. Si se trata del primer caso, si la carta no existe o ha sido olvidada y fue reconstruida por completo, es –por sí misma- una humanización del personaje. Entonces, esto ha sido premeditado por Semán, y sus palabras son ficción. Si, en cambio, los momentos más importantes de la carta no fueron escritos por el autor… O, dicho de una forma positiva, si la carta fue escrita por Elías Semán, el camarada desaparecido, esas ganas de explicarse son ajenas al autor. Y, en ese caso, la ficción generosa y la grandeza de pensamiento señalada antes con Pascal, viene a continuación de la carta, en la discusión que se da entre los dos hermanos.
La historia no es una memoria, sino la suma de todas las memorias. El mecanismo de Semán es de humanización a través de la profundización en el tiempo. Sus personajes tienen pasado, tienen memoria. El hoy de Rubén Abdela  se construye sobre esa base colectiva de memorias dispares.


As dreams are made on

La Isla es el espacio narrativo más libre, más cambiante, más –usemos la palabra- onírico. El término no es arbitrario. Todo lo que pasa en La Isla tiene la evanescencia de los sueños, la inconsistencia en la sucesión de los hechos, la posibilidad de cambiar por completo en un instante. Para empezar, Rubén no recuerda cómo llegó allí; al cruzarse con conocidos e interrogarlos, estos le responden, riendo, con evasivas. La naturaleza de La Isla es también de esta índole. Rubén Abdela es geógrafo, pero no sabe –ni le preocupa tanto no saber– qué isla es. Pero, sin duda, los elementos más difíciles de conciliar con el tono realista de los otros capítulos son los directores de La Isla: Rudolf y The Rubber Lady. Para empezar, no son humanos. Son algo indefinido y monstruoso. Tienen cola, su piel es sintética, ejercen un poder casi total sobre lo que los rodea; por ejemplo, pueden correr paredes como cortinas, intervenir los recuerdos y la imaginación de Rubén, etcétera.
Ahora bien, repitamos una idea elemental: durante años, se idealizó la imagen del militante hasta el punto de no poder mirarla analíticamente; cualquier crítica depositaba, a quien la llevara a cabo, en la vereda opuesta. Terminar con ese jueguito binario es parte de lo que se propone la novela (ya ni siquiera sé si el autor, pero sí la novela).
Todo este trabajo de construcción del ambiente y del espacio, que determina inclusive a los personajes que conocemos de antes, que vienen de los capítulos anteriores, se da por algo muy preciso: es aquí justamente donde más se critica. Si bien en La Ciudad también hay un preguntarse por estas cosas, allí aparece como una conversación con los demás, esto es, dentro de un protocolo social, dentro de la lógica civilizada de un diálogo, y del moderarse por el otro. En La Isla, Rubén habla con toda libertad, con la libertad de quien está solo y ha decidido por primera vez ser imparcial consigo mismo (nos quedará la sensación de que nada en La Isla ha sucedido fuera de él, o que La Isla es un proceso interno que lo atraviesa), allí rompe con lo “correcto” y se permite preguntar desde todos los ángulos; desde el dolor, la culpa, la justificación, la ira, pero también desde la otredad (ha necesitado estar a solas para esta aceptación íntima de los otros). Es aquí donde reveladoramente admite que nunca se había puesto en el lugar del padre, que lo había reclamado para sí, que lo había resentido, pero que nunca se había imaginado el dolor inmenso por el que pasó.

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