martes, octubre 08, 2013

Pequeños combatientes, de Raquel Robles








Hablás de militancia como algo romántico hasta que militás. Si podés, conservás una cosa principista pero luego te das cuenta de que no estás militando con “el hombre nuevo” sino con personas con sus miserias.
Raquel Robles en una entrevista de marzo de 2013


Empecemos afuera de la novela. El 5 de abril de 1976, a menos de dos semanas del golpe, dos miembros de Montoneros, Flora Pasatir y Gastón Robles (secretario de Agricultura de Cámpora), son secuestrados en un operativo, mientras los dos hijos de la pareja duermen. Lo Peor –así lo llama Robles– ha sucedido.

Inmediatamente después comienza la novela. La voz narradora de la nena, con sus siete u ocho años -lúcida e ingenua al mismo tiempo-, comienza a reflexionar sobre el secuestro de sus padres. Y comienza con la culpa: «¡Ellos habían luchado durante la noche y yo había estado durmiendo! ¡Qué ser humano puede tener el sueño tan pesado!». Sobre sus hombros recae tanto la culpa de no haberlos defendido, como la responsabilidad de seguir en una impostura continua y de entrenar políticamente a su hermano.
El hermano es muy chico cuando el secuestro sucede. Él también dormía, pero ella lo justifica, como los adultos podrían justificarla a ella. Es decir que la protagonista entiende que la situación supera a un infante, que no se lo puede culpar, salvo que esas normas no rigen para ella. «Mi hermano era un bebé, un inocente (…) Pero yo…».


La voz narradora

El trabajo que Robles hace con la voz de su niña no es fácil de definir. El dominio del lenguaje es el de un adulto, su capacidad para sacar conclusiones también; esto sorprende porque, más allá de la fe poética, y dificultándola, la protagonista tiene “unos siete, ocho años” (según declara la autora en una entrevista de Tiempo Argentino). Hay algo en el desarrollo de esa inocencia incompleta. La búsqueda de realismo es entorpecida porque la niña no se comporta como tal. No es que las observaciones sean demasiado lúcidas. Pero aquí la coherencia no flaquea, es lineal. Aun cuando la niña se quiebra y llora, aun cuando es ilógica, lo es como sería un adulto (un rufián de Arlt podría romper en llanto en una fiesta al ver un globo; un viajante de comercio en Kafka podría recostarse sobre las vías del ferrocarril para la consecución de un capricho).
O quizá se trate de eso.
En un apuro, podría pensarse que esta novela es la menos “crítica” del grupo[1]. Pero quizá sea un mecanismo más. La voz de la niña, por niña, es inmadura y es ingenua, y se ve menos en la forma que en el contenido. Desde esa ingenuidad, se dice que los Montoneros están en guerra, se habla de la revolución como una inminencia; básicamente, la protagonista dice todos los clichés de la época.
Su discurso está hecho de lugares comunes:

Yo quería ser fuerte y no interesarme por la moda o por otras cosas superficiales impuestas por el mundo capitalista para convertirnos en consumidores. (p. 89)

Mi lectura de la crítica en este libro se escribe así: las ideas de los padres, expuestas sucesivamente, con aparente coherencia, formulan el discurso de una niña de siete años, que no entiende y cree entender.


Un recurso proustiano

En el capítulo 10, los hermanos van a una fiesta de cumpleaños. La protagonista ve a una nena con un globo violeta, “de esos que se van para arriba”. El globo, aquí, oficia de magdalena. Es el detonador de recuerdos vívidos, que vuelven con hostilidad. Esos recuerdos nunca son –en los libros, al menos– arbitrarios; vuelven para modificar a los personajes, para empujarlos a la crisis o al propio reconocimiento. En Por el camino de Swann, la novela de Marcel Proust, el personaje se aventura en recobrar los recuerdos de su infancia. En Pequeños Combatientes, la protagonista es sorprendida por un recuerdo. Se ha acostumbrado a ocultar, a sonreír para tranquilizar a los demás, a medir cada gesto; los recuerdos son también el enemigo, y vuelven con violencia.
Escribe Proust:

En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar, el recuerdo se hizo presente. Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores, apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles...

Escribe Robles:

Fue como si me hubieran tirado de un empujón hacia el centro  de mi recuerdo y de pronto me encontré en el cuarto de mi mamá y mi papá, viendo cómo se pegaba al techo un globo violeta. (…) El corazón me empezó a latir de una manera muy rara y me puse a llorar de una manera tan inesperada para mí que me caí al suelo. (p. 70 y 71)

En Proust, la magdalena representa una puerta hacia el pasado, el tiempo perdido. Marcel, el personaje, entra contento. En Proust –como en ésta y las otras novelas que integran el seminario– la recuperación del pasado empuja al personaje a la anagnórisis, a ver su verdadero rostro, a reconocerse. El horror de la niña se explica fácilmente. A Marcel no le ha sucedido Lo Peor.


Epílogo peninsular

Raquel Robles ha colaborado con la revista Anfibia, con una nota sobre la muerte de Videla. De ella extraigo unas líneas, que parecieran recobrar el tono de la novela:

Hace muchos años me senté en un bar con un torturador. Dijo lo que quiso hasta que mi hermano y yo pudimos escuchar. Lo puteamos y nos fuimos. Era 1996 y no estaba en el horizonte del más esperanzado que él o ningún otro fuera preso. Videla murió en una cárcel de Marcos Paz.

Más allá de la curiosidad, una última reflexión moviliza esta cita. En 1996, ni Robles, ni Semán, ni Alcoba, ni Bruzzone, hubiesen podido escribir sus novelas. No con la herida abierta, no sin un accionar político que les permita el distanciamiento crítico que promueve el análisis.


[1] Se trata del corpus de lectura del seminario Narrativas de lo real. Historias y memorias, desarrollado en la Universidad de San Martín. Entre las novelas leídas, se cuentan Soy un bravo piloto de la nueva China (2011) de Ernesto Semán, Los topos (2008) de Félix Bruzzone, La casa de los conejos (2008) de Laura Alcoba.

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