Hablás
de militancia como algo romántico hasta que militás. Si podés, conservás una
cosa principista pero luego te das cuenta de que no estás militando con “el
hombre nuevo” sino con personas con sus miserias.
Raquel Robles
en una entrevista de marzo de 2013
Empecemos afuera de la novela. El 5 de
abril de 1976, a
menos de dos semanas del golpe, dos miembros de Montoneros, Flora Pasatir y
Gastón Robles (secretario de Agricultura de Cámpora), son secuestrados en un operativo,
mientras los dos hijos de la pareja duermen. Lo Peor –así lo llama Robles– ha
sucedido.
Inmediatamente después comienza la
novela. La voz narradora de la nena, con sus siete u ocho años -lúcida e
ingenua al mismo tiempo-, comienza a reflexionar sobre el secuestro de sus
padres. Y comienza con la culpa: «¡Ellos habían luchado durante la noche y yo
había estado durmiendo! ¡Qué ser humano puede tener el sueño tan pesado!».
Sobre sus hombros recae tanto la culpa de no haberlos defendido, como la
responsabilidad de seguir en una impostura continua y de entrenar políticamente
a su hermano.
El hermano es muy chico cuando el
secuestro sucede. Él también dormía, pero ella lo justifica, como los adultos
podrían justificarla a ella. Es decir que la protagonista entiende que la
situación supera a un infante, que no se lo puede culpar, salvo que esas normas
no rigen para ella. «Mi hermano era un bebé, un inocente (…) Pero yo…».
La voz narradora
El trabajo que Robles hace con la voz
de su niña no es fácil de definir. El dominio del lenguaje es el de un adulto,
su capacidad para sacar conclusiones también; esto sorprende porque, más allá
de la fe poética, y dificultándola, la protagonista tiene “unos siete, ocho
años” (según declara la autora en una entrevista de Tiempo Argentino). Hay algo en el desarrollo de esa inocencia
incompleta. La búsqueda de realismo es entorpecida porque la niña no se
comporta como tal. No es que las observaciones sean demasiado lúcidas. Pero
aquí la coherencia no flaquea, es lineal. Aun cuando la niña se quiebra y
llora, aun cuando es ilógica, lo es como sería un adulto (un rufián de Arlt
podría romper en llanto en una fiesta al ver un globo; un viajante de comercio
en Kafka podría recostarse sobre las vías del ferrocarril para la consecución
de un capricho).
O quizá se trate de eso.
En un apuro, podría pensarse que esta
novela es la menos “crítica” del grupo[1].
Pero quizá sea un mecanismo más. La voz de la niña, por niña, es inmadura y es
ingenua, y se ve menos en la forma que en el contenido. Desde esa ingenuidad,
se dice que los Montoneros están en guerra, se habla de la revolución como una
inminencia; básicamente, la protagonista dice todos los clichés de la época.
Su discurso está hecho de lugares comunes:
Yo
quería ser fuerte y no interesarme por la moda o por otras cosas superficiales
impuestas por el mundo capitalista para convertirnos en consumidores. (p. 89)
Mi lectura de la crítica en este libro
se escribe así: las ideas de los padres, expuestas sucesivamente, con aparente
coherencia, formulan el discurso de una niña de siete años, que no entiende y
cree entender.
Un recurso proustiano
En el capítulo 10, los hermanos van a
una fiesta de cumpleaños. La protagonista ve a una nena con un globo violeta,
“de esos que se van para arriba”. El globo, aquí, oficia de magdalena. Es el
detonador de recuerdos vívidos, que vuelven con hostilidad. Esos recuerdos
nunca son –en los libros, al menos– arbitrarios; vuelven para modificar a los
personajes, para empujarlos a la crisis o al propio reconocimiento. En Por el camino de Swann, la novela de
Marcel Proust, el personaje se aventura en recobrar los recuerdos de su
infancia. En Pequeños Combatientes,
la protagonista es sorprendida por un recuerdo. Se ha acostumbrado a ocultar, a
sonreír para tranquilizar a los demás, a medir cada gesto; los recuerdos son
también el enemigo, y vuelven con violencia.
Escribe Proust:
En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado
con sabor a pastel tocó mi paladar, el recuerdo se hizo presente. Era el mismo
sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan
pronto como reconocí los sabores, apareció la casa gris y su fachada, y con la
casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las
calles...
Escribe Robles:
Fue como
si me hubieran tirado de un empujón hacia el centro de mi recuerdo y de pronto me encontré en el
cuarto de mi mamá y mi papá, viendo cómo se pegaba al techo un globo violeta. (…)
El corazón me empezó a latir de una manera muy rara y me puse a llorar de una
manera tan inesperada para mí que me caí al suelo. (p. 70 y 71)
En Proust, la magdalena representa una
puerta hacia el pasado, el tiempo perdido.
Marcel, el personaje, entra contento. En Proust –como en ésta y las otras
novelas que integran el seminario– la recuperación del pasado empuja al
personaje a la anagnórisis, a ver su verdadero rostro, a reconocerse. El horror
de la niña se explica fácilmente. A Marcel no le ha sucedido Lo Peor.
Epílogo peninsular
Raquel Robles ha colaborado con la
revista Anfibia, con una nota sobre la muerte de Videla. De ella extraigo unas
líneas, que parecieran recobrar el tono de la novela:
Hace
muchos años me senté en un bar con un torturador. Dijo lo que quiso hasta que
mi hermano y yo pudimos escuchar. Lo puteamos y nos fuimos. Era 1996 y no
estaba en el horizonte del más esperanzado que él o ningún otro fuera preso. Videla
murió en una cárcel de Marcos Paz.
Más allá de la curiosidad, una última
reflexión moviliza esta cita. En 1996, ni Robles, ni Semán, ni Alcoba, ni
Bruzzone, hubiesen podido escribir sus novelas. No con la herida abierta, no
sin un accionar político que les permita el distanciamiento crítico que promueve el
análisis.
[1] Se
trata del corpus de lectura del seminario Narrativas
de lo real. Historias y memorias, desarrollado en la Universidad de San Martín.
Entre las novelas leídas, se cuentan Soy
un bravo piloto de la nueva China (2011) de Ernesto Semán, Los topos (2008) de Félix Bruzzone, La casa de los conejos (2008) de Laura
Alcoba.
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