Los dioses de la fiebre
Apenas
el buitre se le fue a la cara, despertó. La habitación desconocida estaba a
oscuras. Sintió alguna curiosidad por saber dónde estaba, pero el frío en la
frente sudada le preocupaba más. Se sentía cansado. Con mucha dificultad, con
no poco dolor, logró incorporarse a medias y vio su cuerpo cubierto por muchas
mantas, revueltas por sueños intranquilos.
Un
ruido inesperado interrumpió sus cavilaciones. En el piso superior oyó algunas
voces apagadas e ininteligibles, luego un ruido de llaves, seguido del llanto
de viejas bisagras. Una puerta se había abierto. En un instante, vio el techo
abrirse en pequeñas grietas de luz. Oyó a lo lejos el trote feliz de un
caballo. Comprendió que la calle estaba arriba, que él estaba en un subsuelo.
Algún escalofrío lo recorrió y se supo afiebrado. Tuvo la sensación de que la
fiebre ya era cosa habitual; con todo, aún no podía recordar su nombre.
Arriba
sonó un portazo y las grietas se apagaron, pero en seguida se renovó la luz. El
afiebrado calculó que alguien abría unas cortinas. La luz ahora era menos
hostil. Fue preciso un nuevo acomodamiento ocular: nubes borrosas que se
disipaban. El techo era bajo, agobiantemente bajo. Las paredes, acaso blancas
en mejores días, estaban manchadas de hollín y humedad. Había sólo una puerta
frente a él, del lado izquierdo; junto a la puerta colgaba algo que, conjeturó,
sería una lámpara. La desnudez de las paredes aumentaba la sensación de frío.
El aire que respiraba era denso y le dolía al entrar.
El
afiebrado sintió que un frío lo recorría entero y que un dolor fortísimo de
agujas en la garganta le volvía. (No podía recordar de cuándo volvía, pero lo
sintió como un dolor recurrente.) Intentó tragar saliva y el dolor lo
ensordeció. Una densa niebla se cerraba sobre él. Sintió que caía; esa
sensación que llega en los primeros minutos del sueño, salvo que esta vez duró
más. El afiebrado desesperaba en su caída, incapaz de gritar. Cayó, finalmente,
en un pozo oscuro, húmedo y frío, con el fondo y las paredes de fango. Intentó
escalar, pero el pozo era profundo y las paredes demasiado resbaladizas. Se
quedó, como el milesio, mirando las estrellas desde el fondo. Cuando comenzaba
a resignarse, un hombre de barba se asomó y lo vio. El afiebrado pidió ayuda, y
el hombre se excusó con un llevo mucha prisa. Antes de irse, dijo que acaso
volvería mañana.
Cuando
despertó, estaba mareado y temblando. Miró a su alrededor (le dolió el cuello
al hacerlo) y advirtió que había una silla vacía junto a la cama. Recordó que
arriba vivía gente. Le desagradó la idea de que alguien hubiera estado en la
habitación mientras él deliraba. Pensaba en esto cuando oyó de nuevo voces.
Procuró escuchar qué decían. Estuvo largo rato quieto, respirando lo menos
posible, cerrando los ojos con fuerza. Finalmente pudo reconocer que las voces
eran dos, que hablaban en alemán (se tranquilizó al reconocer su idioma), que
discutían.
―¿Hasta
cuándo estará con nosotros? No podemos hacernos cargo ―dijo una voz de hombre.
―Estará
con nosotros el tiempo que necesite ―contestó una muchacha.
―Y
tus hermanas, ¿por qué no aparecen cuando el señorito necesita ayuda?
―Ellas
no están en Praga, y él no puede viajar así. Está delicado...
―Está
muriendo ―dictaminó el hombre.
Por
un segundo, creyó que caería nuevamente, que la fiebre subía. Hizo un esfuerzo
por permanecer despierto. En su desesperación, se obligó a tragar saliva, para
que el dolor lo despertase. Casi se desmayó al sentir las agujas. Arriba, las
voces seguían, pero él no las escuchaba. Cuando las puntadas se sosegaron,
aguzó el oído y advirtió que la muchacha lloraba. El hombre le decía:
―No
quiero ser tan severo. Me preocupo porque no nos alcanza para vivir nosotros.
Además, te veo peor desde que tu hermano llegó, Ottla.
Los
ojos del afiebrado se abrieron amplia y súbitamente. Se supo ante una
revelación. El nombre de Ottla le trajo un recuerdo. Y, con él, vinieron otros,
torrencialmente. «Ottla Kafka», se dijo, «Yo debo ser Franz… escribo… toso…
muero en Praga». Recordó en un instante su pasado reciente y las últimas
noticias sobre su salud. Todos lo daban por muerto. El doctor Hoffman le había
dicho que se fuera preparando. Max Brod (buena gente, Brod) insistía en saber
qué iba a hacer con todos sus papeles.
Arriba,
Ottla seguía llorando. Ahora que recordaba quién era, sintió que su ser lo
abrumaba. Se sintió cárcel de sí mismo. Un minuto antes, era un ser sin pasado,
liviano de remordimientos y libre de pronósticos. Ahora, era un hombre
consumido, muriendo una mala muerte, separado del mundo, pesando sobre los
hombros de su hermana menor; sin padre, sin mujer, sin obra. Antes de volver a
caer, lamentó no haber podido terminar de escribir aún esa maldita novela.
Cayó.
De
nuevo sintió el fango y la sofocante angostura de las paredes. Miró hacia
arriba, esperando ver al hombre de barba. Advirtió que estaba amaneciendo;
rápidamente, el cielo se iluminó. Aunque había maldecido la oscuridad, ahora
sentía miedo de la luz. No quería ver dónde estaba, el lodazal inmundo que lo
rodeaba. Se obligó a seguir mirando al cielo. Se emocionó al ver al hombre de
barba asomarse. El hombre lo saludó y le reprochó que no hubiese salido aún.
Mostrando señales de impaciencia, el hombre de barba consultó su reloj de
bolsillo y sulfuró. Luego de un espéreme, desapareció. Cuando volvió, cargaba
un extremo de una pesada manguera. Apenas un cuidado que está fría y el agua
comenzó a inundar el pozo. El afiebrado notó con felicidad que comenzaba a
elevarse. Quiso agradecer, pero el hombre de barba ya no estaba.
Dormía.
Sintió un violento frío en la frente, algo pesado y húmedo que lo atacaba. Poco
a poco fue volviendo al mundo. Al volver, vio a Ottla junto a la cama, y frente
a ella una fuente con agua, sobre la cual estrujaba un paño gris. La lámpara
junto a la puerta estaba encendida. Quizá por esos paños fríos que ella le
aplicaba, los dioses de la fiebre le concedieron una última lucidez, un último
contacto con su hermana. La niebla se disipaba. El afiebrado vio los ojos
tristes de la muchacha. Buscó su mano, la tomó y comenzó a acariciarla. Intentó
hablar, pero el dolor en la garganta lo detuvo. Los dos sonreían en silencio.
En ese momento, o muchos minutos después (el tiempo de la fiebre es
incontable), sintió en la muñeca de Ottla una cicatriz, y luego otra, y luego
otra. Tres líneas paralelas, de varias pulgadas, de un color más oscuro que su
tez. No eran antiguas. ¿Tendrían seis meses? ¿Un año? Como pudo, preguntó con
los ojos, y a medio preguntar comprendió que no había cuidado de su hermana,
que ella lo había necesitado y él no había estado ahí. No pudo llorar, no pudo
hablar, sólo su mirada pedía perdón. De repente, sintió que se alejaba: volvía
la niebla, la fiebre, el delirio.
Perdido
en los dédalos de su memoria, los recorría, errando por galerías de recuerdos
deformados (que son los únicos que existen). Ahora su padre le cierra la puerta
en la cara. Ahora visita al doctor Hoffman por primera vez, con esperanzas aún.
Ahora ve llorar a su hermana porque una compañera de colegio le ha gritado
judía. Ahora se ve muerto y a su hermana diciendo “Qué flaco estaba, ya hacía
mucho tiempo que no comía nada”. Ahora Brod lee con interés cierta página de
cierto cuento. La sucesión se prolonga unos minutos incalculables. Ottla lo
mira y no sabe que lo está viendo morir; tanto se ha acostumbrado a verlo
postrado.
La
niebla lo ha envuelto todo, pero ya no se siente caer. Flota en el agua y se
eleva, contento. Está ya casi fuera del pozo. Quién sabe la decepción que
sentirá al ver que fuera del pozo no hay nada.
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