Introducción a la problemática: Sexo/Género
El primer término hace alusión a las diferencias
biológicas; el segundo, a “rasgos construidos socialmente” (CASTRO RICALDE: 2009,
112). A través de la historia, la desigualdad entre el hombre y la mujer se ha
naturalizado (la literatura ha tenido una fuerte incidencia en esto). La sola
adscripción a un sexo o a otro ha determinado siempre el papel que el individuo
debe desempeñar. El feminismo ha utilizado el término “género” para instalar la
problemática de la desigualdad sexual en varios escenarios de la intervención
social, sosteniendo —desde el siglo
pasado — una crítica a estas nociones esencialistas. Estas páginas, si bien no intentan agregar argumentos
a esa crítica, acaso puedan glosarla con rigurosidad.
Se ha elegido analizar cuatro obras de la literatura
argentina del siglo XIX: Martín Fierro de José Hernández, La cautiva de Esteban Echeverría, Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla y el Facundo de Sarmiento. Estos libros, bien
mirados, abordan la cuestión de la mujer directa o indirectamente, pero siempre
con la relevancia propia de sus autores: se trata de libros que construyeron
una nación, que fueron fuentes de prejuicios e inquinas, de algunas grandezas,
y del habitus general del
“argentino”. Está en ellos el problema del género femenino, dibujado apenas o
explícitamente tratado. En algunos de ellos, como veremos, los silencios
(tomamos esta categoría de Josefina Ludmer) son más importantes que las
palabras.
Las
mujeres de Fierro y Cruz: el abandono y la traición como muestras de la vulnerabilidad
del gaucho
“Tuve en mi pago
en un tiempo / hijos, hacienda y mujer” (HERNÁNDEZ:
2001, 169). La primera tentación de quien está esperando una revelación es la
de tomar por prodigioso un descubrimiento baladí. Aquí, podríamos señalar —pero nos cuidamos de hacerlo — la imagen de
una mujer como una posesión: el gaucho posee a la china, como posee hacienda o
tropilla de un pelo[1].
Tal aseveración, sin embargo, falsearía un sentimiento innecesariamente, y
resultaría en un uso inadecuado del texto. Umberto Eco, en el tercer capítulo
de Lector in Fabula, define el “uso” como la voluntad del lector no de
determinar un significado ajeno, sino la de imponerle al texto un sentido que
no está, por decirlo así, previsto por el autor.
Atengámonos a las
palabras de los dos gauchos, Fierro y Cruz, sobre “sus” mujeres, no privadas de
valor al respecto de nuestra problemática.
Fierro muestra
compasión por su compañera y hasta la justifica por haber buscado refugio en
otro hombre: “Me dicen que se voló / con no sé qué gavilán: / sin duda a buscar
el pan / que no podía darle yo” (HERNÁNDEZ:
2001, 192). Cruz, por otro lado, es más efusivo, positiva y negativamente. El
recuerdo de su mujer lo lleva por dos caminos distintos: al recordar el tiempo
venturoso de la unión, elogia a la mujer; al pensar en la traición, se muestra
severo y desengañado. Estas dos posibilidades aparecen al comienzo de su parlamento,
al decir de la mujer en general: “Lo alivia [a uno] en su padecer: / si no sale calavera / es la mejor compañera
/ que el hombre puede tener” (HERNÁNDEZ:
2001, 214; el destacado es nuestro). Cruz relata la traición que vivió: un
comandante se le “arrima” al rancho en sus largas ausencias, que asimismo
provoca, pues lo manda a Cruz a hacer diligencias. Cierta vez, Cruz ve al
comandante abrazando a su china y decide dejar su rancho: “Las mujeres, desde
entonces, / conocí a todas en una” (HERNÁNDEZ:
2001, 218).
Tenemos, en
suma, el abandono de Fierro —que en
rigor no es tal, pues Fierro es enviado a la frontera mucho antes de la
desaparición de su mujer — y la traición a Cruz. La mujer en la gauchesca —género de figuras sobre todo masculinas —
constituye con frecuencia un acto de traición[2].
Esto sucede también en Facundo;
piénsese en la querida de Santos Pérez (el asesino de Quiroga), que lo denuncia
a una patrulla mientras este duerme. Sin embargo, este hecho no resta valor y
coraje al gaucho, sino que solo muestra una cierta vulnerabilidad afectiva. La
pérdida de un querer constituye la oportunidad de lamentar (el tono del Martín Fierro es siempre elegíaco) un
pasado mejor, que ha sido borrado por un presente de ignominia y desventura.
Si, como
dijimos, la gauchesca es una literatura de figuras predominantemente masculinas,
el Facundo de Sarmiento lleva ese
precepto hasta sus últimas consecuencias. Es este un libro que nos habla sobre
la mujer desde su silencio. No hay, en las más de trescientas páginas que lo
componen, personajes femeninos relevantes. Las escasas menciones a mujeres son
para ilustrar un escenario de terror, son escenografía, son accesorios de los
hombres que sí hacen historia. En efecto, Sarmiento nos muestra la Historia
como producto de los actos, a veces nobles y a veces ruines, de los hombres. Elizabeth
Garrels, al comentar la imagen de las mujeres que Sarmiento elabora, sostiene que
“la inmensa mayoría de las mujeres que entran y salen tan rápidamente del texto
figuran allí en su papel de madre, esposa, hija, hermana, querida, novia o
pretendida. En otras palabras, figuran allí como apéndice del hombre” (GARRELS: 1994).
Del Facundo,
nos limitaremos a un episodio del capítulo “Guerra social. Oncativo”; más
precisamente, el romance de Severa Villafañe. Apenas dos páginas agotan su
historia, que viene a ilustrar el carácter destructivo del General Quiroga; de él
deberá huir hasta su muerte, por haber tenido “la desgracia de excitar la
concupiscencia del tirano” (SARMIENTO:
2008, 234).
Al parecer, el
martirio de esta mujer ha conmovido a Sarmiento, pues le otorga todas las
virtudes y le ofrece su compasión. Compara su historia con un cuento de hadas;
la llama “la más hermosa princesa” y “esta pobre niña” (SARMIENTO: 2008, 234 y 235).
Severa es sobrina del general Villafañe, de no poco peso en el libro. Ha
sufrido los abusos de Quiroga durante años (cierta vez, es azotada por sus
soldados y, en otra ocasión, “bañada en sangre y bofetadas” por el General).
Aclaramos que, como es costumbre en Sarmiento, los detalles no abundan y la
documentación es nula; no hay fechas ni elemento alguno de verosimilitud
historiográfica. Severa Villafañe busca asilo en un convento, hasta que un día,
al volver a ver a Quiroga, cae exánime.
Esta mujer es, en
el Facundo, la única sobre la que se
hecha un poco de luz, aunque escasísima. Su singularidad está dada por su
individualidad: no es un “apéndice” de un varón, sino una víctima
independiente. Pero no excede su papel de víctima. Si se repara en ella, es para
ilustrar de un modo más[3] la
brutalidad del caudillo, no para destacarla como un agente productor de
historia.
Debemos señalar
que Sarmiento se ocupó, en otros textos, de demandar la educación de la mujer,
y que tuvo trato con varias escritoras de su época, a quienes consideraba pares.
Ha señalado la necesidad de profundizar su formación, hecho que se ha
considerado como un gesto moderno de carácter progresista. Si bien esto puede
ser visto así, veamos qué lugar le otorga a la mujer en la sociedad. Para esto,
leamos algunos comentarios de Sarmiento previos a la publicación del Facundo. El primero, de 1841:
Los
hombres, se ha dicho, forman las leyes, i las mujeres las costumbres; ellas son
para la sociedad lo que la sangre para la vida del hombre. No ejerce ésta una
influencia [sic], por decirlo así, visible en la existencia; es el cerebro, son
los nervios quienes desempeñan las disposiciones del alma; pero ella lo
vivifica todo, está presente en todas las partes de la estructura i se hace una
condicion indispensable de la vida. El hombre dirije sus propias relaciones esteriores,
pero la mujer realiza la vida en el hogar doméstico i prepara los rudimentos de
la sociedad en la familia (Citado en GARRELS:
1994).
El segundo, de 1843 (esto es, durante el período de
gestación del Facundo):
¿Dúdase acaso que debe educarse a la
mujer para que eduque bien a sus hijos? (…) Si han sido impotentes hasta hoy
todos los esfuerzos intentados para exterminar los vicios y la inmoralidad de
la multitud, es porque no se ha sondeado la llaga que está interiorizada en el
seno de la familia: la incapacidad de las mujeres abandonadas a sus instintos y
sin auxilio de la instrucción y de la educación moral, para formar el corazón y
las costumbres de los hombres (Citado en GARRELS:
1994).
Se ve, pues, que
la iniciativa positiva de educar a las mujeres viene acompañada de la carga de
responsabilidad por las acciones ulteriores de sus hijos. El ámbito de la mujer
sigue siendo la vida doméstica, y el uso de su educación tendrá como objetivo cuidar
los efectos negativos que pueda tener su influencia en los futuros hombres, los
que harán la historia de la patria, civilizándola o barbarizándola.
Una
mujer entre silencios: María la cuartelera. Análisis de las omisiones en la
historia de La cautiva.
No podríamos
hablar del poema de Echeverría sin referirnos a su utilización del romanticismo,
movimiento al que adhirió notablemente. La obra es pródiga en rasgos románticos.
Consideremos los que marcan la figura de María: la exaltación del ímpetu
juvenil, la idealización femenina, la ambigüedad de géneros. El primer elemento
no necesita mayor elucidación. La idealización, reflejada en sus rasgos físicos
y espirituales, lleva al autor a compararla con una “criatura celestial” (Canto
VII) o con un ángel, en los versos en que ella se presenta: “Mi vulgar nombre
es María. / Ángel de tu guarda soy” (Canto III). Acerca de la ambigüedad de
géneros, podemos señalar que el coraje y la fortaleza de Brián están en el
pasado, son recordados y enaltecidos, pero no tienen lugar en la acción del
poema. Más interesante aún es la “varonil fortaleza” de María, que es quien
lleva a cabo la fuga de las tolderías, cargando incluso con el otrora valiente
soldado Brián, que agoniza.
Sabemos poco de
María, pues, pese a ser el personaje que gesta la acción del poema, Echeverría
la envuelve en inexplicables silencios. Brián es el soldado de campaña, secuestrado
por los indios; María es la cuartelera (la observación es de Susana Rotker): la
esposa de un soldado, que lo acompaña a la frontera y se adapta a la vida de
cuartel, sin cuya presencia la tropa se desmoralizaría. Las cuarteleras fueron
parte elemental de la historia de los fortines: “han ido a la frontera a
pelearla junto a sus maridos o compañeros” (ROTKER:
1999, 131).
¿A qué este
silencio de Echeverría y de las demás literaturas de frontera? Las cautivas son
tema, en algún punto, de todos los textos aquí analizados. En el caso de este
poema, que nos propone desde el título la importancia de su condición, lo más
revelador es precisamente que el autor la deje de lado.
No hay en La cautiva un interés por la cautiva.
Pocas son las que han alcanzado algo del imaginario colectivo (este poema hecho
de silencios es el que más páginas le dedica al tópico —si nos limitamos a las ficciones orientadoras
del siglo XIX), y las pocas que lo han logrado han sido “en realidad un
instrumento, una excusa, un motivo más a esgrimir en la lucha contra la
barbarie y llevar adelante un proyecto político” (ROTKER: 1999, 140).
El
comercio de las cautivas: justificación (y posterior repudio) de una práctica
ranquelina por Lucio V. Mansilla
Debemos
comprender, antes de seguir adelante, la ambigüedad de Lucio V. Mansilla en
tanto agente conciliador entre culturas. Mansilla se postula como la voz
negociadora y cosmopolita —pero con un
posicionamiento claro, en absoluto neutral — que puede, solo él, mediar entre
la civilización y la barbarie; sus atributos de hombre de mundo y su intachable,
desinteresada conducta (señalada por él mismo) le dan la categoría necesaria
para interceder en la cuestión india. Obra por disimulo: calla su verdadera
motivación[4], lanza
juicios de los que luego se retractará… Su empresa toda será luego opacada por
el apoyo a la matanza liderada por Julio Argentino Roca.
El tratamiento
literario de las cautivas en la Excursión tiene una particularidad innegable:
dos hay, que aparecen con nombre y apellido (Petrona Jofré y Fermina Zárate). Lamentablemente,
estos personajes ocupan dos páginas y media en las más de cuatrocientas de la Excursión. En el resto del libro, las
cautivas son apenas un telón de fondo: de nuevo, mera escenografía. De los
caciques, Masilla nos dice que la mayoría son mestizos, hijos de madres
blancas, presumiblemente cautivas. Pero nada nos dice de ellas.
En el capítulo
XLI, se menciona a una mujer heroica que se negó a “dejarse envilecer”, y cuyo
heroísmo le ha agenciado cicatrices en todo el cuerpo. Comenta el coronel: “Era
de San Luis, tengo su nombre apuntado en el Río Cuarto. No lo recuerdo ahora.
La pobre ya no está entre los indios, Tuve la fortuna de rescatarla y la mandé
a su tierra” (MANSILLA:
2008, 233). ¿Cómo se entiende esto? La memoria de Mansilla lo ha asistido
durante todo el libro, repleto de nombres, circunstancias y términos de la
lengua araucana. Aquí se muestra como un héroe que recupera a uno de los suyos,
pero “tan nada cuenta la cautiva” (ROTKER:
1999, 223) que ha olvidado su nombre.
Entiéndase:
las cautivas representaron piezas claves en la política de frontera, de la que
el texto quiere ser intérprete. Susana Rotker (1999: 224) afirma:
El narrador no muestra mayor
interés por las cautivas: no cuenta cómo fueron secuestradas o en qué términos
se negocia su rescate cuando se produce, ni cómo escaparon si lo hicieron o qué
utilidad tenían para los blancos como traductoras o lenguaraces, ni qué les
pasaba al volver a reincorporarse a la sociedad ni qué papel jugaron en la
crianza de muchos caciques y lenguaraces.
A las omisiones
enumeradas, se le suma una aseveración del autor en el Epílogo. En ella, parece
justificar el rapto y comercio de mujeres, equiparándolo a costumbres de
ciertas civilizaciones antiguas (hebrea, árabe, romana, germana, visigoda y
franca). Mansilla intentará alivianar el peso de estas consideraciones una
década después, en una “causerie”. (No debe suponerse, sin embargo, que la
crítica lo haya desvelado.) En ella, escribe en contra de “los mercados de
carne humana, autorizados por la ley abominable de la esclavitud” (citado en ROTKER: 1999, 232). Corregirá
entonces lo expuesto en el Epílogo, cambiará su opinión, pero muy luego, cuando
ya no corre ningún riesgo, pues lo hace después de la Conquista del Desierto.
A
modo de conclusión
A esta altura, nos
enfrentamos con un interrogante inevitable: ¿Cómo debe accionar un texto, qué
funciones debe otorgar a sus personajes femeninos, para no participar como
agente reproductor de las desigualdades de género?
En principio, sabemos
que no basta adoptar una postura, no basta el gesto. No basta pedir la
educación de la mujer si esa educación no operará sobre su libertad individual.
No basta hacerla heroína de una gesta si su cuerpo y su historia quedarán
borrados por la falsedad de la idealización. No basta compadecerse por una
víctima si se desaprovecha la oportunidad de documentar las particularidades
del mal que sufre.
Los cuatro textos que
nos han ocupado han excluido sistemáticamente a la mujer, aun en el caso de
Echeverría, en cuyo poema vemos actuar una sombra borrosa, privada de historia.
Una y otra vez, las maquinarias de representación han elegido ensombrecer a las
cautivas, chinas y cuarteleras. Susana Rotker (1999, 209) escribe: “Lo que se
elige para representar en la cultura y en el recuerdo revela la identidad de
los individuos, de los grupos sociales y de las naciones. Los imaginarios son
narrativas constituidas por secuencias de acciones que incluyen y excluyen”.
Para
terminar, recordemos que Simone de Beauvoir comienza El segundo sexo con un epígrafe de Poulan de la Barre, que
advierte: “Todo cuanto sobre las mujeres han escrito los hombres debe tenerse
por sospechoso, puesto que son juez y parte a la vez”. Muy seguramente, esta advertencia
le cabe también al presente trabajo.
Bibliografía
BEAUVOIR, Simone de. El segundo sexo. Buenos Aires:
Debolsillo, 2009.
ECHEVERRÍA, Esteban. La cautiva, El matadero. Buenos Aires:
Colihue, 1993.
Eco, Umberto, Lector in Fabula. La cooperación
interpretativa en el texto narrativo, Barcelona: Lumen, 1981.
GARRELS, Elizabeth. Sarmiento ante la cuestión de la mujer:
desde 1839 hasta el "Facundo". Versión digital: Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor-din/sarmiento-ante-la-cuestion-de-la-mujer-desde-1839-hasta-el-facundo/html/
HERNÁNDEZ, José. “El gaucho
Martín Fierro” y “La vuelta de Martín Fierro”, en Tres poemas gauchescos. Barcelona: AGEA, 2001.
MANSILLA, Lucio V. Una excursión a los indios ranqueles.
Buenos Aires: Gradifco, 2008.
ROTKER, Susana. Cautivas. Olvidos y memoria el la Argentina.
Buenos Aires: Ariel, 1999.
SARMIENTO, Domingo Faustino. Facundo. Buenos Aires: Losada, 2008.
CASTRO
RICALDE, Maricruz. “Género”, en Diccionario
de estudios culturales latinoamericanos, Mónica Szurmuk (comp.) y Robert
McKee Irwin (comp.). México: Siglo XXI, 2009.
[1] Para comprobar el desatino,
hágase lo mismo con la milonga campera “La Pampita” de Argentino Valle y
Alfredo Pelaia, o “I Got a Woman” de Ray Charles.
[2] La otra función de la mujer en
la gauchesca (y, como veremos, en todos los textos que analizamos) es la de
víctima. Verbigracia, en La vuelta,
la cautiva en las tolderías que será rescatada por Fierro.
[3] El
libro es un intento de difamación continuo, el relato de una seguidilla de
hechos agraviantes para evidenciar el carácter corrosivo y destructor de Quiroga.
[4] “[El coronel Mansilla] está
usando toda la excursión no para ayudar en las conversaciones de paz con los
indios, sino para un fin completamente personal: lograr el indulto al juicio
que se le estaba siguiendo en aquel momento por exceso de autoridad y obtener
el grado de general” (ROTKER: 1999, 218).
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