Arthur Schopenhauer comienza su famoso tratado "El arte de tener
siempre la razón" con estas palabras: «La dialéctica erística es el arte
de disputar de modo que uno siempre tenga razón por medios lícitos e ilícitos»
(2011: 145). Curiosamente, en las casi cuarenta páginas del tratado, nunca se
menciona la palabra «retórica», pese a que su tema sea tan similar al de esta
disciplina. ¿A qué se refiere Schopenhauer con dialéctica? El autor define,
delimita y explica prolijamente su objeto de estudio, pero ¿qué relación guarda
este con el nuestro, la retórica? ¿Podemos deducir algo más allá de su
exposición? Ese es acaso el objetivo de estas páginas.
En Institutio oratoria, el retórico latino
Quintiliano nombra a la dialéctica, casi siempre al pasar, para establecer
diferencias entre esta y la oratoria. Toma de Cicerón una idea de Zenón, que
compara la relación entre ambas como la de la mano abierta (retórica) y la mano cerrada (dialéctica). En las últimas
páginas del libro II, Quintiliano diferencia los usos del lenguaje en cada una:
la elocuencia, como lenguaje continuado, de «estilo difuso», y la dialéctica,
como leguaje conciso y breve (1916: 131-134).
Volvamos a Schopenhauer y vayamos descartando. En principio, sabemos que
no se refiere con «dialéctica» a una dialéctica en absoluto hegeliana. Por otro
lado, tampoco se trata de la disciplina del diálogo platónico; Sócrates y
Platón utilizaban la dialéctica para la
búsqueda de verdades (como ya veremos, esto nos sitúa fuera de la dialéctica de
Schopenhauer), y no como arte de persuadir.
Cuando Schopenhauer traza los límites de la dialéctica, sitúa de un lado
a la lógica y del otro a la sofística. Es insistente en que la dialéctica no
busca la verdad objetiva, pues esta depende de la capacidad de juicio, la
reflexión y la experiencia, pertence a otro ámbito y no hay para llegar a ella
un arte, tejné, especial. Si buscamos la verdad objetiva, caemos, pues,
en el campo de la lógica. La otra frontera —flanco por el que los detractores
siempre han insistido en atacar— es la que califica como sofística. La crítica
usual (tanto si hablamos de retórica, con Quintiliano, o de dialéctica
erística, con Schopenhauer) es que puede ser utilizada con fines deshonestos,
es decir, en la defensa de tesis falsas. Quintiliano también da cuenta de esta
crítica. Según sus
adversarios, uno de los
peligros de la
elocuencia era que se usara para librar del castigo a los culpables y condenar
a los inocentes. Él lo refuta alegando que no debe condenarse una disciplina
entera por el mal uso que a veces se haga de ella. Ironiza el latino (1916:
118): «No comamos, porque la comida es causa de varias
dolencias. (...) No haya espadas para la guerra, pues se valen de ellas los
ladrones[*]» . Algo
similar sostiene Schopenhauer, pero de un modo más rotundo, menos trabajado
(¿menos retórico?). Anota que a la dialéctica se la ha definido con malicia
como una «lógica de la apariencia».
Bien vista, la acusación es la misma: la lógica es honesta, pues persigue la
verdad; la dialéctica busca aparentar la verdad, para engañar a su
audiencia. La respuesta del filósofo es lacónica: «Falso;
pues de ser así, se utilizaría para defender solo enunciados falsos»
(Schopenhauer, 2011: 151).
Schopenhauer, luego de distinguir la búsqueda de la
verdad objetiva del arte de hacer que la propia tesis se acepte como verdadera,
señala que lo segundo es el objeto propio de la dialéctica. Y que sólo así,
considerada netamente, puede
establecerse como una disciplina autónoma.
Cabe preguntarse: con tantos puntos de contacto, ¿por qué ese silencio
respecto de la retórica? Téngase en consideración que no solo se habla de
«dialéctica» o «dialéctica erística» (esto último, según el traductor Dionisio
Garzón, es un énfasis), sino que no se menta la retórica ni para contrastarla.
Sucede que Schopenhauer escribe a mediados del siglo XIX, es decir, en la
última oscuridad de la retórica. Para aclarar este punto, es necesario comentar
algunos pormenores históricos y teóricos.
La Edad Media había llevado a cabo un proceso de desintegración de la
disciplina. En un principio, el Trivium, las tres primeras de las «siete
artes liberales», contemplaba la gramática, la dialéctica y la retórica; luego,
la última fue abandonada, reforzando las otras dos artes. Del tesoro a
repartir, de las partes de la retórica, a la gramática le correspondió la elocutio
(el hablar bien pasó a ser el hablar correctamente). La dialéctica, a su
vez, asimiló la inventio y la dispositio.
Pese a sugerir un trabajo creativo, la inventio denota más un
descubrimiento que una invención: se trata de la búsqueda de argumentos e
ideas, concretas o abstractas, que sean útiles a la tesis sostenida. La
finalidad de esta función es de carácter doble. Por un lado, busca convencer
con pruebas de orden lógico; por otro lado, y simultáneamente, quiere conmover
al auditorio, cuyo humor, inteligencia y moral son parámetros en función de los
cuales se piensan los argumentos.
Podemos pensar la dispositio según la definición de Barthes
(1993: 145): «El ordenamiento (tanto en sentido activo y operativo, como en el
sentido pasivo, cosificado) de las grandes partes del discurso». Al igual que
la inventio, la dispositio apela tanto a la dispocisión
psicológica del oyente como a su razón. Está conformada por cuatro partes
(conforme a la división de Aristóteles, ligeramente distinta a la de
Quintiliano): exordio, narratio, confirmatio y epílogo. Las dos partes
centrales —casualmente, las escritas en bastardilla— son las que tienen por
objetivo convencer; las otras dos, las partes de apertura y cierre, buscan
conmover. La dispositio ordena y dispone los elementos encontrados en la
inventio.
Estas dos partes —centrales para considerar la retórica cabalmente—
fueron destinadas a la dialéctica, y por eso Schonpenhauer la relaciona con la
«esgrima intelectual» de que habla.
El tratado de Schopenhauer es una obra inconclusa: el autor la abandonó
varios años antes de su muerte, que le llegó en 1860. Fue publicada póstumamente,
en 1864. Eso quiere decir que el proceso que comenzó en la Edad Media llevaba
casi siete siglos de eficaz desmantelamiento y disolución de la retórica. El
filósofo no habla de ella porque su vida aconteció durante los últimos años
antes de su redescubrimiento (el darkest before the dawn del proverbio
inglés). Para él, lo que para los griegos y latinos fue «el arte, tejné,
de encontrar en cada caso aquello que sea apto para persuadir» (Cano, 2000: 13)
era tan solo su sombra: un catálogo de figuras, más relacionadas con la poesía
que con la argumentación. Recién a finales del siglo XIX y a comienzos del XX,
se empezará a gestar lo que hoy conocemos como Nueva Retórica.
Bibliografía
BARTHES, Roland (1993), "La retórica antigua" en La
aventura semiológica. Buenos Aires: Paidós.
CANO, María Fernanda (2000), Configuraciones.
Buenos Aires: Cántaro.
QUINTILIANO, Marco Fabio (1916), Instituciones oratorias.
Madrid: Perlado y Páez.
SCHOPENHAUER, Arthur (2011), "El arte de tener siempre la
razón" en El arte de tener siempre la razón y otros ensayos. Buenos
Aires: Punto de lectura.
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[*] Nota al pie: Permítaseme una digressio. Esta idea puede leerse, depurada de ironía, y
coloreada de metáfora, en Shakespeare: «Angels are
bright still, though the brightest fell»
(Macbeth, Acto IV, escena 3).
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