Desde 1902, año
en que Georges Méliès realizó la famosa adaptación de De la Terre à la Lune de
Jules Verne, el cine se ha nutrido siempre de textos literarios. Pudiendo
contar, han elegido recontar; pudiendo crear, han elegido recrear. De hecho,
los guiones originales componen una categoría especial en las entregas de
premios. Tan profusa es, y tan establecida está, la práctica de la adaptación.
Desde luego, la adaptación cinematográfica, como toda adaptación, exige un
notable proceso creativo. El libro no llega al film íntegramente, pues abunda
en elementos intraducibles al idioma cinematográfico. La gran oportunidad
creativa del cineasta se ubica allí donde ha quedado un vacío, allí donde antes
había literatura. Hay quienes deciden ampliar su libertad, ampliando los
vacíos, esto es, eliminando más elementos del texto original. Siquiera en un
principio, cuando las reglas del arte cinematográfico estaban apenas
esbozándose, fue este un movimiento osado, y como tal, capaz de elevar al film
a una altura mayor que la alcanzada por el texto que sirvió de base, así como
de precipitar al film y a su autor hasta el fracaso y la irreverencia. Abundan
ejemplos de ambos casos, pero ―a qué negarlo― son harto menos frecuentes las alturas.
Algo muy común
es que un buen director tome una novela menor y la transforme en una gran
película. El modus operandi de Alfred Hitchcock fue exactamente ese. De
todas las posibilidades, la más conflictiva, y por eso la más inusual, es la
conjunción de alturas: un gran libro devenido en gran película.
Los ejemplos
están, pero ―sobre
todo si nos proponemos ser rigurosos― la enumeración privilegiará a los mismos clásicos de
siempre: Morte a Venezia de Visconti, Apocalypse Now de Ford
Coppola, Ran de Kurosawa... Si extendiéramos la lista, sentiríamos
generarse, detrás del sincero afecto por las obras, la idea desalentadora de
que esos encuentros son un fenómeno del todo infrecuente.
Sin embargo, lo
que nos llama a reflexionar es la relación entre un buen libro y una película
deficiente. ¿Qué procesos tienen que darse para que un libro que es todo
potencial y promesa pierda sus aspectos más positivos? Y también, ¿pierde todos
sus aspectos positivos?
En más de una
entrevista, Borges repitió que aun en las malas interpretaciones de Shakespeare
puede sentirse la voz de Shakespeare. Es decir que, debajo de la mala calidad
de un traductor o de un grupo teatral, palpita Shakespeare. Ahora bien, ¿qué
parte de un autor es la que nos llega a través de sus versiones?
Schwarzenegger interpretando a Hamlet
Tenemos, pues, elementos que se ganan, elementos que
se pierden y elementos que se abren paso pese a los procesos involucrados.
No ahondaremos en los primeros, que dependen de las dotes creativas y estéticas
de los cineastas. Pero veamos si podemos deducir qué se pierde, y qué se abre
paso.
Por lo pronto,
este último fenómeno (a saber, aquel en el que un autor atraviesa sus versiones
más débiles) solo puede verificarse en los llamados "autores
universales". En el primer sentido de la palabra, este atributo refiere a
autores que hablan con altos valores de significado a todas las lenguas, a
todas las naciones y a todas las épocas. Esta noción puede parecernos hoy un
tanto ingenua. Se suele hablar de autores cuyas obras interpelan a la condición
humana en sus fibras más profundas, para quienes no existen límites
espacio-temporales. Aquí preferimos hablar de una universalidad relativa.
El fenómeno señalado por Borges en Shakespeare existe; hay autores que nos
llegan de admirables lejanías de tiempo y espacio, y que no obstante leemos con
fervor, ya que lo que nos dicen tiene una relevancia ontológica inequiparable a
la mayoría de las obras literarias.
El caso de
Shakespeare tiene la particularidad de tratarse de un autor de gran valor
verbal. La gracia de sus obras está en sus versos tanto como en su temática y
estructuras narrativas. Veamos, siquiera de soslayo, lo que ocurre con otro
autor notablemente verbal: James Joyce. Las pocas versiones cinematográficas
del Ulysses fracasan (cierto crítico sentenció que una adaptación del Ulysses
es algo tan desatinado como una adaptación de la Enciclopedia Británica)
por tener que abandonar desde la mera concepción todo el valor verbal de la
novela. Y precisamente es este su punto más fuerte. Más que las sensaciones,
pensamientos y actos de aquel día en la vida de Leopold Bloom, lo que nos
cautiva, nos conmueve o nos confunde es la prosa renovadora de Joyce.
Sin ánimo
reduccionista, podemos ver en toda narración dos elementos, manejados con mayor
o menor riqueza creativa: lo que se cuenta y el modo en que se cuenta. Estamos
hablando de una dicotomía ilustre: el contenido y la forma. Así, podríamos
separar a los autores en dos grupos: narrativos y verbales, según en qué
elemento pongan énfasis. Estas categorías ―provisorias, por otro lado― denotarían la diferencia entre los autores cuya fuerza
reside en lo que narran, y quienes, al contrario, se destacan por las palabras
con que narran. Por supuesto, están también los que cultivan ambas condiciones
a un tiempo. Shakespeare y Borges, para no salirnos de los ya nombrados,
entrarían en esta tercera categoría (universalidad relativa).
De los numerosos
elementos positivos que hacen a la felicidad de una obra literaria, muchos hay
que se pierden en las adaptaciones. Algunos por la misma naturaleza de la
disciplina, y otros por incompetencia del adaptador. El cine, podríamos decir,
es en primer lugar imagen y acción; muy secundariamente, es el diálogo de sus
personajes. Una novela consta de palabras. Es un sistema de palabras, y, con
ellas, de alusiones, sugerencias, reflexiones. La acción muchas veces queda en
un segundo plano. Lo que nos queda de la lectura de Proust no son sus
recuerdos, sino las palabras ―íntimas, hospitalarias, meticulosas― con las que nos invita a ellos.
Pensemos en otro
autor distinguidamente verbal: Gustave Flaubert. Sobre Madame Bovary pueden
contarse diez películas y tres miniseries. Pero ¿qué nos llegará de su valor
original cuando a ellas nos sometamos? Tengamos en cuenta el cuidado
estilístico de Flaubert, el hombre de los constantes borradores, de la
corrección insomne (Alexandre Dumas observó que Flaubert era capaz de talar un
bosque entero para hacer un solo cajón para sus muebles). Esas palabras, que
son la verdadera obra de Flaubert, se pierden en el mismo momento en que
alguien decide llevarlo al cine. Sus descripciones, sus consideraciones acerca
de la psicología de los personajes, los matices verbales que lo desvelaban,
todo ello queda en el libro. Nos llegará, entonces, el contenido, sus elementos
narrativos (léase, los elementos que narra: la historia, el tedio de Emma
Bovary, la banalidad de los diálogos de Charles, las pretensiones del
boticario, el destino trágico de madame).
Podemos decir,
en conclusión, que si un autor es relativamente universal, o ―exigiendo menos― narrativo, lo narrado quedará a salvo y podrá abrirse paso
hasta el espectador. Si Shakespeare nos llega a través de sus malversaciones,
es porque, aunque las formas se pierdan, queda el contenido, el alto valor y
relevancia de sus temas, la psicología terrible de sus personajes, el ímpetu
fortísimo de sus tramas.