domingo, octubre 18, 2015

Adaptación y supervivencia: reflexiones sobre cine







Desde 1902, año en que Georges Méliès realizó la famosa adaptación de De la Terre à la Lune de Jules Verne, el cine se ha nutrido siempre de textos literarios. Pudiendo contar, han elegido recontar; pudiendo crear, han elegido recrear. De hecho, los guiones originales componen una categoría especial en las entregas de premios. Tan profusa es, y tan establecida está, la práctica de la adaptación. Desde luego, la adaptación cinematográfica, como toda adaptación, exige un notable proceso creativo. El libro no llega al film íntegramente, pues abunda en elementos intraducibles al idioma cinematográfico. La gran oportunidad creativa del cineasta se ubica allí donde ha quedado un vacío, allí donde antes había literatura. Hay quienes deciden ampliar su libertad, ampliando los vacíos, esto es, eliminando más elementos del texto original. Siquiera en un principio, cuando las reglas del arte cinematográfico estaban apenas esbozándose, fue este un movimiento osado, y como tal, capaz de elevar al film a una altura mayor que la alcanzada por el texto que sirvió de base, así como de precipitar al film y a su autor hasta el fracaso y la irreverencia. Abundan ejemplos de ambos casos, pero a qué negarlo son harto menos frecuentes las alturas.
Algo muy común es que un buen director tome una novela menor y la transforme en una gran película. El modus operandi de Alfred Hitchcock fue exactamente ese. De todas las posibilidades, la más conflictiva, y por eso la más inusual, es la conjunción de alturas: un gran libro devenido en gran película.
Los ejemplos están, pero sobre todo si nos proponemos ser rigurosos la enumeración privilegiará a los mismos clásicos de siempre: Morte a Venezia de Visconti, Apocalypse Now de Ford Coppola, Ran de Kurosawa... Si extendiéramos la lista, sentiríamos generarse, detrás del sincero afecto por las obras, la idea desalentadora de que esos encuentros son un fenómeno del todo infrecuente.
Sin embargo, lo que nos llama a reflexionar es la relación entre un buen libro y una película deficiente. ¿Qué procesos tienen que darse para que un libro que es todo potencial y promesa pierda sus aspectos más positivos? Y también, ¿pierde todos sus aspectos positivos?
En más de una entrevista, Borges repitió que aun en las malas interpretaciones de Shakespeare puede sentirse la voz de Shakespeare. Es decir que, debajo de la mala calidad de un traductor o de un grupo teatral, palpita Shakespeare. Ahora bien, ¿qué parte de un autor es la que nos llega a través de sus versiones? 

Schwarzenegger interpretando a Hamlet



Tenemos, pues, elementos que se ganan, elementos que se pierden y elementos que se abren paso pese a los procesos involucrados. No ahondaremos en los primeros, que dependen de las dotes creativas y estéticas de los cineastas. Pero veamos si podemos deducir qué se pierde, y qué se abre paso.
Por lo pronto, este último fenómeno (a saber, aquel en el que un autor atraviesa sus versiones más débiles) solo puede verificarse en los llamados "autores universales". En el primer sentido de la palabra, este atributo refiere a autores que hablan con altos valores de significado a todas las lenguas, a todas las naciones y a todas las épocas. Esta noción puede parecernos hoy un tanto ingenua. Se suele hablar de autores cuyas obras interpelan a la condición humana en sus fibras más profundas, para quienes no existen límites espacio-temporales. Aquí preferimos hablar de una universalidad relativa. El fenómeno señalado por Borges en Shakespeare existe; hay autores que nos llegan de admirables lejanías de tiempo y espacio, y que no obstante leemos con fervor, ya que lo que nos dicen tiene una relevancia ontológica inequiparable a la mayoría de las obras literarias.
El caso de Shakespeare tiene la particularidad de tratarse de un autor de gran valor verbal. La gracia de sus obras está en sus versos tanto como en su temática y estructuras narrativas. Veamos, siquiera de soslayo, lo que ocurre con otro autor notablemente verbal: James Joyce. Las pocas versiones cinematográficas del Ulysses fracasan (cierto crítico sentenció que una adaptación del Ulysses es algo tan desatinado como una adaptación de la Enciclopedia Británica) por tener que abandonar desde la mera concepción todo el valor verbal de la novela. Y precisamente es este su punto más fuerte. Más que las sensaciones, pensamientos y actos de aquel día en la vida de Leopold Bloom, lo que nos cautiva, nos conmueve o nos confunde es la prosa renovadora de Joyce.
Sin ánimo reduccionista, podemos ver en toda narración dos elementos, manejados con mayor o menor riqueza creativa: lo que se cuenta y el modo en que se cuenta. Estamos hablando de una dicotomía ilustre: el contenido y la forma. Así, podríamos separar a los autores en dos grupos: narrativos y verbales, según en qué elemento pongan énfasis. Estas categorías provisorias, por otro lado denotarían la diferencia entre los autores cuya fuerza reside en lo que narran, y quienes, al contrario, se destacan por las palabras con que narran. Por supuesto, están también los que cultivan ambas condiciones a un tiempo. Shakespeare y Borges, para no salirnos de los ya nombrados, entrarían en esta tercera categoría (universalidad relativa).
De los numerosos elementos positivos que hacen a la felicidad de una obra literaria, muchos hay que se pierden en las adaptaciones. Algunos por la misma naturaleza de la disciplina, y otros por incompetencia del adaptador. El cine, podríamos decir, es en primer lugar imagen y acción; muy secundariamente, es el diálogo de sus personajes. Una novela consta de palabras. Es un sistema de palabras, y, con ellas, de alusiones, sugerencias, reflexiones. La acción muchas veces queda en un segundo plano. Lo que nos queda de la lectura de Proust no son sus recuerdos, sino las palabras íntimas, hospitalarias, meticulosas con las que nos invita a ellos.
Pensemos en otro autor distinguidamente verbal: Gustave Flaubert. Sobre Madame Bovary pueden contarse diez películas y tres miniseries. Pero ¿qué nos llegará de su valor original cuando a ellas nos sometamos? Tengamos en cuenta el cuidado estilístico de Flaubert, el hombre de los constantes borradores, de la corrección insomne (Alexandre Dumas observó que Flaubert era capaz de talar un bosque entero para hacer un solo cajón para sus muebles). Esas palabras, que son la verdadera obra de Flaubert, se pierden en el mismo momento en que alguien decide llevarlo al cine. Sus descripciones, sus consideraciones acerca de la psicología de los personajes, los matices verbales que lo desvelaban, todo ello queda en el libro. Nos llegará, entonces, el contenido, sus elementos narrativos (léase, los elementos que narra: la historia, el tedio de Emma Bovary, la banalidad de los diálogos de Charles, las pretensiones del boticario, el destino trágico de madame).
Podemos decir, en conclusión, que si un autor es relativamente universal, o exigiendo menos narrativo, lo narrado quedará a salvo y podrá abrirse paso hasta el espectador. Si Shakespeare nos llega a través de sus malversaciones, es porque, aunque las formas se pierdan, queda el contenido, el alto valor y relevancia de sus temas, la psicología terrible de sus personajes, el ímpetu fortísimo de sus tramas.

martes, agosto 25, 2015

La última oscuridad de la retórica





Arthur Schopenhauer comienza su famoso tratado "El arte de tener siempre la razón" con estas palabras: «La dialéctica erística es el arte de disputar de modo que uno siempre tenga razón por medios lícitos e ilícitos» (2011: 145). Curiosamente, en las casi cuarenta páginas del tratado, nunca se menciona la palabra «retórica», pese a que su tema sea tan similar al de esta disciplina. ¿A qué se refiere Schopenhauer con dialéctica? El autor define, delimita y explica prolijamente su objeto de estudio, pero ¿qué relación guarda este con el nuestro, la retórica? ¿Podemos deducir algo más allá de su exposición? Ese es acaso el objetivo de estas páginas.
En Institutio oratoria, el retórico latino Quintiliano nombra a la dialéctica, casi siempre al pasar, para establecer diferencias entre esta y la oratoria. Toma de Cicerón una idea de Zenón, que compara la relación entre ambas como la de la mano abierta (retórica) y la  mano cerrada (dialéctica). En las últimas páginas del libro II, Quintiliano diferencia los usos del lenguaje en cada una: la elocuencia, como lenguaje continuado, de «estilo difuso», y la dialéctica, como leguaje conciso y breve (1916: 131-134).
Volvamos a Schopenhauer y vayamos descartando. En principio, sabemos que no se refiere con «dialéctica» a una dialéctica en absoluto hegeliana. Por otro lado, tampoco se trata de la disciplina del diálogo platónico; Sócrates y Platón utilizaban la dialéctica para  la búsqueda de verdades (como ya veremos, esto nos sitúa fuera de la dialéctica de Schopenhauer), y no como arte de persuadir.
Cuando Schopenhauer traza los límites de la dialéctica, sitúa de un lado a la lógica y del otro a la sofística. Es insistente en que la dialéctica no busca la verdad objetiva, pues esta depende de la capacidad de juicio, la reflexión y la experiencia, pertence a otro ámbito y no hay para llegar a ella un arte, tejné, especial. Si buscamos la verdad objetiva, caemos, pues, en el campo de la lógica. La otra frontera —flanco por el que los detractores siempre han insistido en atacar— es la que califica como sofística. La crítica usual (tanto si hablamos de retórica, con Quintiliano, o de dialéctica erística, con Schopenhauer) es que puede ser utilizada con fines deshonestos, es decir, en la defensa de tesis falsas. Quintiliano también da cuenta de esta crítica. Según sus adversarios, uno de los peligros de la elocuencia era que se usara para librar del castigo a los culpables y condenar a los inocentes. Él lo refuta alegando que no debe condenarse una disciplina entera por el mal uso que a veces se haga de ella. Ironiza el latino (1916: 118): «No comamos, porque la comida es causa de varias dolencias. (...) No haya espadas para la guerra, pues se valen de ellas los ladrones[*]» .  Algo similar sostiene Schopenhauer, pero de un modo más rotundo, menos trabajado (¿menos retórico?). Anota que a la dialéctica se la ha definido con malicia como una «lógica de la apariencia». Bien vista, la acusación es la misma: la lógica es honesta, pues persigue la verdad; la dialéctica busca aparentar la verdad, para engañar a su audiencia. La respuesta del filósofo es lacónica: «Falso; pues de ser así, se utilizaría para defender solo enunciados falsos» (Schopenhauer, 2011: 151).
Schopenhauer, luego de distinguir la búsqueda de la verdad objetiva del arte de hacer que la propia tesis se acepte como verdadera, señala que lo segundo es el objeto propio de la dialéctica. Y que sólo así, considerada netamente, puede establecerse como una disciplina autónoma.
Cabe preguntarse: con tantos puntos de contacto, ¿por qué ese silencio respecto de la retórica? Téngase en consideración que no solo se habla de «dialéctica» o «dialéctica erística» (esto último, según el traductor Dionisio Garzón, es un énfasis), sino que no se menta la retórica ni para contrastarla. Sucede que Schopenhauer escribe a mediados del siglo XIX, es decir, en la última oscuridad de la retórica. Para aclarar este punto, es necesario comentar algunos pormenores históricos y teóricos.
La Edad Media había llevado a cabo un proceso de desintegración de la disciplina. En un principio, el Trivium, las tres primeras de las «siete artes liberales», contemplaba la gramática, la dialéctica y la retórica; luego, la última fue abandonada, reforzando las otras dos artes. Del tesoro a repartir, de las partes de la retórica, a la gramática le correspondió la elocutio (el hablar bien pasó a ser el hablar correctamente). La dialéctica, a su vez, asimiló la inventio y la dispositio.
Pese a sugerir un trabajo creativo, la inventio denota más un descubrimiento que una invención: se trata de la búsqueda de argumentos e ideas, concretas o abstractas, que sean útiles a la tesis sostenida. La finalidad de esta función es de carácter doble. Por un lado, busca convencer con pruebas de orden lógico; por otro lado, y simultáneamente, quiere conmover al auditorio, cuyo humor, inteligencia y moral son parámetros en función de los cuales se piensan los argumentos.

Podemos pensar la dispositio según la definición de Barthes (1993: 145): «El ordenamiento (tanto en sentido activo y operativo, como en el sentido pasivo, cosificado) de las grandes partes del discurso». Al igual que la inventio, la dispositio apela tanto a la dispocisión psicológica del oyente como a su razón. Está conformada por cuatro partes (conforme a la división de Aristóteles, ligeramente distinta a la de Quintiliano): exordio, narratio, confirmatio y epílogo. Las dos partes centrales —casualmente, las escritas en bastardilla— son las que tienen por objetivo convencer; las otras dos, las partes de apertura y cierre, buscan conmover. La dispositio ordena y dispone los elementos encontrados en la inventio.
Estas dos partes —centrales para considerar la retórica cabalmente— fueron destinadas a la dialéctica, y por eso Schonpenhauer la relaciona con la «esgrima intelectual»  de que habla.
El tratado de Schopenhauer es una obra inconclusa: el autor la abandonó varios años antes de su muerte, que le llegó en 1860. Fue publicada póstumamente, en 1864. Eso quiere decir que el proceso que comenzó en la Edad Media llevaba casi siete siglos de eficaz desmantelamiento y disolución de la retórica. El filósofo no habla de ella porque su vida aconteció durante los últimos años antes de su redescubrimiento (el darkest before the dawn del proverbio inglés). Para él, lo que para los griegos y latinos fue «el arte, tejné, de encontrar en cada caso aquello que sea apto para persuadir» (Cano, 2000: 13) era tan solo su sombra: un catálogo de figuras, más relacionadas con la poesía que con la argumentación. Recién a finales del siglo XIX y a comienzos del XX, se empezará a gestar lo que hoy conocemos como Nueva Retórica.


Bibliografía
BARTHES, Roland (1993), "La retórica antigua" en La aventura semiológica. Buenos Aires: Paidós.
CANO, María Fernanda (2000), Configuraciones. Buenos Aires: Cántaro.
QUINTILIANO, Marco Fabio (1916), Instituciones oratorias. Madrid: Perlado y Páez.
SCHOPENHAUER, Arthur (2011), "El arte de tener siempre la razón" en El arte de tener siempre la razón y otros ensayos. Buenos Aires: Punto de lectura.



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[*] Nota al pie: Permítaseme una digressio. Esta idea puede leerse, depurada de ironía, y coloreada de metáfora, en Shakespeare: «Angels are bright still, though the brightest fell» (Macbeth, Acto IV, escena 3).