El propósito de este trabajo, aunque el título es ya elocuente, es
analizar las nociones de la muerte en las Coplas de Manrique y en la
segunda parte de la Égloga I de Garcilaso, correspondiente al ‘canto de
Nemoroso’. Es en esta última mitad, inmediatamente después de la invocación a
las musas, donde la muerte abarca plenamente el tema del texto.
Antes de avanzar con el estudio de la muerte en las Coplas, veamos qué podemos decir de las
formas y sentidos de la vida. Stephen Gilman recoge la idea, usual en la crítica
manriqueana, de una estructura ternaria del poema, dada por la presencia de
tres tipos de vida; en orden de aparición: la vida eterna (“Este mundo es el
camino / para el otro, que es morada / sin pesar”, vv. 49-51), la vida terrenal
(“Ved de cuán poco valor / son las cosas tras que andamos”, vv. 85-86), la vida
de la fama (“otra vida más larga / de fama tan gloriosa”, vv. 412-413). La
primera aparece durante la exhortación inicial, propuesta como descanso después
del ‘viaje’ del vivir. Esta vida, prometida al buen cristiano, deja opacada a
la segunda vida, perteneciente al terreno de lo sensorial, el lugar de los
placeres efímeros, con sus brillos engañosos. La vida de la fama (“más larga”)
es la que queda cuando un gran héroe muere, relacionada con el honor acumulado
con sus acciones.
Ahora bien, cada una de estas tres vidas
cuenta con su tipo de muerte. En primer lugar, tenemos una ‘muerte genérica’,
correspondiente a la vida eterna. Es una muerte impersonal, parte del proceso natural
de la vida. Es niveladora, además, de todas las clases sociales. Es la muerte
que viene “tan callando”.
En segundo lugar, hay una muerte
mecánica, fría, lejana, que se corresponde con la vida terrenal. En el poema,
es aludida a través de metáforas, como la de la flecha (lanzada, entendemos,
por un arquero mudo y escondido): “todo lo pasas de claro / con tu flecha” (vv.
287-288). Gilman ocupa poco menos de una decena de páginas en explicar esta
segunda muerte, y concluye: “Ante todo, es repentina e inesperada. Es una
muerte que “amata” sin motivo (…) Las metáforas sugieren también una terrible
desproporción de tamaño y de sentido entre víctima y verdugo” (GILMAN, 1959, p.316).
No responde, pues, a una necesidad genérica, como la primera; tampoco constituye,
como sí la tercera, la culminación de algo que se ha gestado durante toda una
vida.
Por último, está la muerte
personificada, relacionada con la vida de la fama y los honores, pues se trata
de una muerte caballeresca, ganada por el maestre por una vida de hazañas
heroicas. La muerte llama a la puerta y dialoga con don Rodrigo. Esta actitud
contrasta con la flecha mecánica, llegada de lejos, así como con la muerte
genérica que viene “tan callando”. Desde la lógica interna del texto, Manrique,
con el mecanismo de las tres muertes, sugiere que estos ceremoniales son dignos
de un héroe de la alta nobleza, y no de cualquier hombre o mujer. Gilman
observa que el poeta, dada esta cortesía caballeresca de la muerte
personificada, “logra que la muerte, dejando de ser una figura del espanto y de
la incomprensión, se convierta en un ser adecuado a su padre, un caballero
igual a don Rodrigo” (GILMAN, 1959, p.310).
Cabe aclarar que en las Coplas la muerte, propiamente dicha, es
abstracción pura, de ahí su personificación final; otra cosa es la experiencia
concreta del ‘morir’, metaforizada a lo largo del poema. Hemos seguido aquí los
usos de la crítica utilizada; hablamos entonces de “muerte” para referirnos a
ambos casos. Podemos sin embargo aclarar que, de las tres formas de la muerte
analizadas, la primera y la segunda encarnan la experiencia concreta
metaforizada (el ‘mar’, el ‘rocío’, la
‘flecha’, etcétera); la tercera forma, en cambio, pertenece a la muerte en
tanto abstracción.
En Garcilaso, más precisamente en el
canto de Nemoroso, la muerte es también el tema principal. El pastor ha perdido
a su amada, de modo que en primer lugar el discurso sobre la muerte toma la forma de un descargo. Se trata de un canto elegíaco, y al
tiempo que se lamenta por el bien perdido, increpa al "miserable hado” (v.
259). Elisa,
la mujer de Nemoroso, ha muerto al dar a luz, siendo aún joven (“antes de
tiempo dada / a los agudos filos de la muerte”, vv. 261-262); de ahí la naturaleza del reclamo: el pastor compone una primera queja contra “la dureza de
la muerte airada” (v. 340) y aun contra la desprotección de los dioses.
Pero, como en Manrique, antes de analizar las significaciones de
la muerte, debemos considerar las de la vida. Nemoroso habla de una noción
negativa de vida –la del momento de la enunciación–, y de otra, positiva,
apenas aludida. Esta última es el pasado, los días vividos con Elisa:
"memorias llenas de alegría" (v. 252). Esa vida se deshace con la
muerte de la mujer. Lo que queda es una sombra, "noche tenebrosa,
escura" (v. 367), de la vida anterior.
El locus amoenus que compartieron de hecho se oscurece en las
estancias quinta y sexta del su canto (vv. 296-323).
Tenemos entonces, como dijimos, una primera actitud de reclamo
ante la muerte[1].
Esta concepción puede asociarse a la segunda forma analizada en las Coplas:
no la muerte natural, genérica, sino fría y lejana, como la flecha lanzada por un
arquero indiferente, que puede irrumpir en cualquier momento, ajena a la lógica
de lo esperable.
Este reclamo tiene dos destinatarios: el hado y los dioses. Para
ser precisos, es Diana, o Lucina –como la nombra–, la "rústica diosa"
(v. 379) a la que culpa por su distracción. Lucina, además de ser protectora de los cazadores, y cazadora ella
misma, es la diosa que asiste en los partos difíciles. Horrorizada por la
visión de los dolores del parto, se dedica a la castidad, y, en consecuencia,
oculta su amor por Endimión, a quien suele contemplar mientras él duerme. A la
caza y a Endimión, respectivamente, se refieren los versos que preguntan: “¿Íbate
tanto en perseguir las fieras? / ¿Íbate tanto en un pastor dormido?” (vv. 380-381).
Este es el punto más alto del reclamo; luego de la catarsis, se da
pie a una nueva concepción de la muerte, que es a un tiempo reconciliación y
ascenso. Debemos recordar que la vida cambia después de la partida de Elisa,
oscureciéndose. A este respecto, es interesante el efecto que se logra en los
versos:
...mi vida,
que es más que el hierro fuerte,
pues no la ha quebrantado tu partida (vv.
264-266) [2].
La fatal invariabilidad del ‘hierro’ lo lleva,
en los versos siguientes, a completar la imagen, a “forjar” in mente la cárcel en que su vida se ha
transformado:
y lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego, sin lumbre, en cárcel tenebrosa
(vv. 292-295).
La vida pasa a ser una
cárcel, y la muerte, por ser donde está la mujer amada, se convierte en el
nuevo lugar ideal. Así surge la segunda forma de la muerte en la Égloga I:
el paso al paraíso, pero no un paraíso cristiano, de plenitud y unidad con
Dios, sino un ámbito igual al terrenal, salvo que eterno. Nemoroso pide a Elisa
que apure las gestiones celestiales de su muerte:
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda
(vv. 398-399).
Otra vez, si la vida es
una cárcel, la muerte es liberación. Una vez en el cielo –razona el pastor–
podrá con su amada buscar "otro llano", "otros montes y otros
ríos" (vv. 402-403), por los que pasearán nuevamente juntos, “sin miedo y
sobresalto” (v. 407) de volver a separarse.
[1]
Si
nos detenemos en las formas metafóricas menores de la muerte –como para ofrecer
cierta simetría comparativa con respecto al ‘mar’ y a la ‘flecha’ de Manrique–,
podemos señalar que Garcilaso retoma la imagen clásica de las Moiras o Parcas.
La mención, ya citada, de "los agudos filos de la muerte" que cortan
esa "tela delicada", es una leve variación y referencia al hilo de la
vida y al proceso al que era sometido: una de las Moiras hilaba, la otra
enrollaba y la tercera cortaba.